Bueno, eso: hay cowboys y aliens. Los primeros son los buenos y los segundos, los malos. Y al final se agarran a tiros, flechas y rayos láser. Mientras, lo que se va construyendo es básicamente un western clase B, un film consciente de que trabaja sobre fórmulas establecidas y trata de hacerlo de la manera más divertida y digna posible. De hecho, la película requiere que veamos sus lugares comunes: de no ser así, es imposible el horror y la sorpresa que causan, en un universo tan codificado como el del Salvaje Oeste, la aparición de unos extraterrestres demasiado crueles. El lugar común, en suma, es parte del juego. Pero además la película –digna, divertida, con esos hermosos planos de cabalgatas en desiertos y praderas que enseñó a filmar John Ford– tiene en cuenta que, para que la ensalada de palta y dulce de leche que ofrece funcione, es necesario que creamos en las criaturas que habitan su mundo. Así, Harrison Ford y Daniel Craig (pero también grandes actores secundarios como Keith Carradine, Paul Dano o Clancy Brown) parecen seres humanos de los que podemos preocuparnos, a quienes no queremos que les pase nada malo. En eso radica, claro, el interés de cualquier película (lo enseña un chico en la sublime Super 8). Por lo demás, es respetuosa de una tradición noble: Ford y Craig son auténticos cowboys secos, de pocas palabras y con la emoción contenida en la mano que blande un rifle.