Los guantes mágicos
El boxeador más querido del cine se niega a retirarse –para gran alegría de todos– y, aunque esta vez ha colgado los guantes, el indestructible Rocky Balboa pelea más que nunca con el contrincante más difícil de todos: el paso del tiempo. Y al haber ganado esa batalla, demuestra que sigue siendo el luchador que era, además de dedicarse ahora a entrenar a futuras promesas del boxeo. Rocky ha decidido que es el momento de pasarle su legado a otro tanto en la ficción –quien estará bajo el ala del gran boxeador es nada menos que el hijo de Apollo, cuyo nombre no podía ser otro que Adonis–; como en la realidad, donde ya no aparece como guionista o director si no como productor.
Estamos ante una película que no hace más que repetir la fórmula que funcionó desde 1976 y que continúa triunfando, una con personajes de carne y hueso cuyos objetivos nos interesan y siempre deseamos desde este lado de la pantalla que los consigan. En este sentido, la estructura que compone Coogler funciona como un perfecto mecanismo de cine clásico, un molde conformado básicamente por tres grandes secuencias. El primero sirve para ponernos en situación con un prólogo en forma de flashback que culmina con la aparición del título sobre la pantalla en negro, y luego sigue adentrándonos en la historia de un novato que pelea como amateur, hasta que le llega la oportunidad de convertirse en un profesional. En el segundo bloque asistimos a su lucha interna –Rocky le muestra su propio reflejo en el espejo mientras le dice: “Ese tipo es tu peor enemigo”– por apartarse de la sombra de su padre, y el entrenamiento previo a la pelea contra el campeón invicto, que alcanza su máximo nivel de emotividad cuando el joven se prueba los míticos shorts azules con rayas rojas y estrellas blancas que pertenecieron a Apollo. La confrontación con sus fantasmas es lo que abre paso al último bloque de la película, que se centra en el esperado combate final. Coogler aprovecha toda esa potencia emotiva con la que cerró la secuencia anterior para comenzar la última con un plano secuencia aparentemente sencillo, pero virtuosísimo, en el que Rocky acompaña a Adonis sin sacar su mano del hombro del joven ni por un segundo durante todo el trayecto desde el vestuario al ring. La posterior aparición de su rival es la de un auténtico villano que pareciera provenir del lado oscuro de la fuerza, entre fuego, humo y una negrura neblinosa propia de la villanía.
Podríamos decir entonces, que en cuanto a su estructura, Creed funciona casi como una réplica perfecta de la primera Rocky, y que hasta se da el lujo de prácticamente calcar la secuencia del gallinero entre Mickey y el todavía novato boxeador italiano, para trasladarla ahora al Rocky entrenador de Adonis. Coogler abraza la opción trillada y sale indemne, porque nos recuerda siempre cuál es el sentido de esa lucha, porque los personajes nos importan y desde este lado de la pantalla lo que más deseamos es verlos alcanzar sus metas. Por esta y muchas otras razones, Creed está llena de elementos que la convierten en una obra de arte de un gran valor cinematográfico. Sin contar su enorme carga nostálgica –que puede sentirse en el cuerpo y en la mirada de Stallone, o en las imágenes del combate entre Creed y Rocky que Adonis mira por YouTube–, la película contiene una fuerza fílmica descomunal. Nos emociona con su aroma a nostalgia, pero también a puro cine. Todo se centra en el movimiento, que nunca se detiene, en el desplazamiento y, por supuesto, en la mitología. Las peleas de Adonis con Rocky como entrenador están narradas de maneras diametralmente opuesta la una respecto de la otra, con recursos que van desde un plano secuencia que nos hace sentir, desde el interior del cuadrilátero y en tiempo real, el desgaste físico de los rivales, hasta la hiperfragmentación del encuentro final que combina todos los tamaños de plano existentes en un montaje veloz y preciso donde todo gira en torno al movimiento, esa voluntad cinética de la que Stallone es el principal impulsor. Un actor que, incluso en su vejez, con cada nueva película, logra sorprendernos con el arte de la coreografía puesta al servicio de algo que es muchísimo más que una etiqueta genérica, es una manera de entender qué es el cine.
Tanta ternura tiene la película, y tanto amor por sus personajes que los reivindica con una forma ya casi extinta de sentir y de hacer del mundo y del cine un lugar mejor. Probablemente no estemos ante la mejor película de Stallone o de la saga que nunca envejece, pero sin dudas Creed es una de las más emotivas y un ejemplo genuino del mejor cine clásico de Hollywood.