Me quiero cortar el párpado
¿Puede tomarse a Creed como una entrega más de la saga Rocky? La respuesta la da el mismo director cuando no inicia los títulos de la manera habitual, con las letras corriendo de fondo mientras suena la inconfundible melodía. Y esa intención es ineludible, tal como lo sería en una película de Bond que no comience con la clásica gunbarrel -que de hecho no exhibe la única extraoficial protagonizada por Connery, Nunca digas nunca jamás-. Lo cual nos dice que en realidad nos trae una suerte de spin-off, una película que incluye a Rocky Balboa y a algunos personajes de su entorno sin que él se constituya en la estrella principal. Esto puede tomarse como una actitud de respeto por la saga o bien como una falta de compromiso por asumirlo, porque en definitiva la historia es prácticamente la misma desde el punto de vista de la elipsis deportiva y del camino que recorre el aspirante hasta lograr su cometido.
Pasa que también hay otra historia por contar y es esta suerte de destino al que se ve enfrentado Adonis Johnson (Michael B. Jordan), hijo biológico de Apollo Creed -primer rival de Rocky por el título- al cual no parece poder ni querer renunciar. Y en virtud de esto es que llega a establecer el vínculo paternal que construye con este Rocky Balboa -un Stallone que ya juega de taquito a ese personaje que no deja de darle satisfacciones-, y que por supuesto tampoco deja de recordar al que tuviese él mismo con el querido Mickey (Burguess Meredith) en las Rocky I, II y III. Como tampoco puede olvidarse a esa romántica historia que llevara también en las primeras entregas con la adorable Adrian (Talia Shire) y que aquí se repite entre Adonis y Bianca (Tessa Thompson). O las tentaciones de ofertas que le hacen llegar por aceptar peleas renunciando a ciertos procesos del entrenamiento previo, o la rebeldía del discípulo ante el indiscutible dictado del maestro, etcétera, etcétera. En realidad, por más que busquemos y tratemos de dar nuevos aires a este refrito, no descubriremos nada que no hayamos visto antes. Nada que no haya pasado en una Rocky “legítima”.
Y quizás ese sea el problema mayor, ¿es entonces Creed un reboot de la saga de Rocky? Tampoco podríamos dejar de verlo así, y sin la intención de adentrarnos demasiado en la trama y mucho menos de develar el final, hay varios elementos para considerarlo. Pero el director no deja de ir por el mismo camino, algo que molesta cuando se intuye que no se jugará por romper ese esquema, por reorganizar esas piezas y armar un nuevo desafío que no se quede en ese reinicio de nuevas peleas que al no ser protagonizadas ya por el semental italiano, uno ve casi con desgano, aunque el mismo viejo Rock te sugiera con su mirada y movimientos de cabeza: “aplaudan al hijo de mi amigo Apollo porque yo lo estoy haciendo”.
Esta situación incómoda resulta comparable a cuando se ve en un afiche “Quentin Tarantino -o el director que más los identifique- Presenta:”. Creed tranquilamente podría ser una “Rocky Balboa Presenta” pero hay que entender algo: jamás será Rocky el que entre al cuadrilátero, nunca más y tal vez sea difícil de aceptar que alguien pretenda entrar en sus zapatos -o debiera decir guantes-.
De hecho Sylvester Stallone está increíble en su papel, no sólo porque es el que más ha interpretado en su vida, sino por como lo ha hecho madurar. Y ni por lejos pasa lo mismo con Michael B. Jordan que sin estar mal, no logra conmover como debiera. ¿O acaso no recordamos al semental dándole a las reses con furia a puño pelado hasta sangrar, corriendo hasta el límite de sus posibilidades y luego recibiendo hasta el último golpe devastador en el ring sin dejar de levantarse una y otra vez? Y todo eso a partir -y a pesar- de vivir entre la pobreza más absoluta y al tiempo que intenta, con suma torpeza, seducir a la dulce Adrian tratando de convertirse en un hombre de bien. Y siempre eso será poco comparable al “sacrificio” que hace Adonis cuando deja su trabajo estable o la comodidad que le brinda su madre adoptiva para convertirse en boxeador profesional. Esa voluntad de hierro, esa disciplina autoinfligida que hicieron al boxeador italiano merecedor de su apodo de roca, son los que aquí no aparecen o apenas asoman tímidamente. Se puede simpatizar y empatizar con Adonis, por supuesto, pero no a los niveles a los que estábamos tan mal acostumbrados. Stallone dejó la vara muy alta y estas son las consecuencias. Y disculpen si no puedo dejar de referenciar a ese boxeador tan poco lúcido como insistente que me hacía sufrir y llorar -literalmente- pero no acepto imitaciones baratas, no con él, no con Rocky Balboa, no a costa suya.
Entonces veo a Creed como lo que es: una imitación de la gloria irrepetible, el intento por reflotar la herencia del mejor, del único que ha sabido trasladar la emoción del boxeo al cine y que ha logrado en la sexta entrega de la saga, terminar con broche de oro y a lo grande. ¿Existía la necesidad de reabrirlo?
Una vez más, la respuesta la dan el nombre elegido y la presentación que con timidez nos sugieren: “esta no es otra película de Rocky”.
Ryan Coogler es un director con sensibilidad y ya lo ha demostrado con su Fruitvale Station (2013) pero así como logró imponer a Michael B. Jordan como actor a tener en cuenta, su visión para jugar con las posibilidades que ofrece este subproducto de Rocky no me parece la más acertada. Ha filmado una película más con la excusa de boxeo y sin medir con eficiencia la pesada herencia de un clásico insuperable. En el medio y a modo de sello nos deja un round entero filmado en prolijo plano secuencia y unos graphs muy simpáticos junto a cada boxeador a modo de ficha con los datos técnicos, como si estuviésemos viendo un videojuego o bien una de gángsters a lo Guy Ritchie presentando a cada rufián con el arma que más le gusta usar. Y un golpe bajo (aunque liviano por la resolución) que en realidad no es más que es una excusa para mostrar mediocridad en un disparador dramático por demás de convencional.
Cuesta ver a Creed como una película siquiera trascendente, que tampoco pasará al recuerdo como algo que esté tan mal. En términos boxísticos, un golpe que ni siquiera deja marca o algo por cicatrizar.