Quienes se espantaron porque Sylvester Stallone se llevó el Globo de Oro al Mejor actor de reparto, vean ahora Creed. Porque no se me ocurre otra persona que, al menos este año, pueda ganar un premio así. Esta es la séptima película vinculada con Rocky Balboa, después de la excelente -se llama así- Rocky Balboa. Y es la historia de cómo el hijo de Apollo Creed -rival y amigo del viejo Rocky- retoma el legado de su padre. En el medio encuentra a Rocky, Rocky lo entrena y pasa algo peor: Rocky se enferma. El lector piensa aquí “Oh, no: una de superación, una de enfermedad, un film aleccionador capaz de asesinar un cerebro con ternuritis”. Pues bien amigos, la buena noticia es que nada de eso. No hay un golpe bajo. Todo fluye normalmente, como en la vida real. Las escenas cruciales son breves. Las peleas son gloriosas. La relación amorosa del protagonista, por ejemplo, se resuelve con un par de encuentros naturales y la belleza de la sencillez. Dicho de otro modo: toda la mitología de Rocky está ahí pero no aparece jamás sobreactuada. Respeta lo que fue esencial siempre: que Rocky y sus amigos no eran supertipos sino personas comunes que decidían hacer lo que más les gustaba o lo que no podían evitar hacer. Y mientras la película, de lo mejor que ha largado Hollywood en 2015, avanza a velocidad constante y vibrante, uno se hace amigo hasta del rival desagradable. Nada de tortura gratuita con osos digitales: Creed es la verdadera emoción del cine, esa que nos hace sonreír y lagrimear y creer que Stallone puede venir a comer a casa en cualquier momento.