En su segunda película el director de Fruitvale Station toma un clásico de la industria hollywoodense de la década del ’70 y ’80 y lo transforma en una misteriosa película popular con ciertas sutilezas impropias de su objeto
Volvió. Eterno regreso del pugilista; es el mismo que desde mediados de 1970 encarna el costado más popular de un artículo de fe estadounidense constitutivo de su idiosincrasia: la voluntad de un hombre puede vencer cualquier obstáculo. Rocky ha sido siempre el personaje conceptual de ese mito hermoso y baladí, cuyo poder irresistible y su representación inmediata ha arrancado lágrimas hasta al más escéptico.
Creed: corazón de campeón no será la excepción en materia emocional, pero hay algo excepcional en esta elegía propia de la senectud del boxeador y también del actor. El cuerpo desgastado por los anabólicos y el rostro cansino y un poco desfigurado pertenecen al campeón de Filadelfia, pero a su vez dispensa la zona de no ficción del relato: es Sly, ese actor tildado de tosco e inexpresivo, juicio erróneo por cierto, que fue alternativamente en pantalla un voluntarioso boxeador y un desquiciado soldado. El apasionante film de Ryan Coogler puede ser visto entonces como un documental sesgado del actor despidiéndose de su criatura inmortal; la propia trama, por cierto, anticipa su innegociable finitud.
Como se sabe, Rocky se convertirá aquí en el entrenador del hijo de su rival y luego amigo del alma Apolo Creed, ese remedo de Cassius Clay (más que de Muhammad Ali) que fue indispensable en los orígenes de la trama. Quien recuerde la cuarta entrega sabrá que el campeón murió con los guantes puestos. De una aventura amorosa previa tuvo un hijo llamado Adonis. El plano secuencia inicial con el que se presenta la infancia del vástago es formidable. La escena empieza en el pasillo del reformatorio con los guardias a punto de entrar en acción, pues en el comedor continuo Adonis se está trompeando a todo o nada con un compañero. La composición de la escena es un aviso promisorio: detrás de cámara hay un director con pulso firme. He aquí la diferencia.
También sabremos inmediatamente después de la escena mencionada que Adonis fue rescatado por su madrastra; es decir, su pobreza duró poco. Pero la riqueza no siempre es suficiente, y tampoco una carrera empresarial exitosa. Adonis quiere ser boxeador, un Creed por mérito propio, y es por eso que renunciará a su posición para entrenarse e intentar conquistar el lugar del padre; la motivación es incluso mayor y será puesta en palabras. Es aquí en donde Rocky entra en escena, y lo magnífico es que, al aceptar ser el “Mickey” del joven, estará destinado a transformarse en una figura de compañía, un luminoso secundario. Grandeza del actor, sabiduría del personaje, Stallone nunca desobedece lo que el film pide de él. Lo que viene después es conocido: entrenamiento, dificultades previsibles e imponderables indeseables, un amor y la gran pelea final.
¿Cuál es entonces la sorpresa? La sutileza, virtud extraña a las películas de Rocky. Sutileza para filmar en planos extensos los movimientos de una pelea, para trabajar el montaje cruzado del entrenamiento de los rivales, para gestionar una emoción específica que requiere, si se pretende desdeñar la fórmula automática, el crecimiento dramático de una escena con su tiempo justo. La gloriosa secuencia del último día de entrenamiento es notable, porque cuando se decide que en la típica corrida de la mañana la cámara lenta aminore la marcha del retador, la entrada de sus simpatizantes al cuadro trastoca el esfuerzo físico en una composición visual que intensifica la acción hasta saturarla de poesía callejera. Otra secuencia memorable tiene que ver justamente con la velocidad asociativa de la memoria (emotiva). En un instante clave del combate, Coogler elige materializar con recato pero sin temor los signos vitales de Adonis, ese plus espiritual que mueve la voluntad y fabrica frente a la desgracia una reserva física que se desconoce. Son cuatro planos veloces que ya hemos visto en el film (y en otros), pero en su sucesión adquieren otro sentido. ¿Quién iba a decir que en un film de Rocky Balboa íbamos a ver la acción del pensamiento?
El secreto de todo se puede escuchar más que mirar, atendiendo a cómo Coogler trabaja sobre la banda de sonido y los motivos musicales de la clásica melodía que suele administrar los tonos emocionales de las películas precedentes. La apropiación delicada de Ludwig Göransson de los viejos acordes musicales es el duplicado narrativo y formal que Coogler también le impone a todas las escenas. Ambos trabajan sobre una zona reconocible para el público, pero a su vez toman distancia de los códigos de representación encontrando variaciones mínimas que, sin traicionar una poética popular, a su vez singularizan el relato y su forma.
El epílogo es una prueba del genio de Coogler y una síntesis prodigiosa del valor supremo que Rocky ha defendido siempre. Genialidad, porque el paraje elegido para terminar la película corresponde a la máxima iconografía de todas las películas de Rocky, la famosa escalera de un edificio público que el boxeador subía a las corridas seguido por una multitud de niños. La ingeniosa incorporación de ese espacio lo desmarca de su viciado sentido inspiracional y le restituye su pretérita lozanía. El motivo dramático es todavía más admirable, ya que se trata de una vindicación madura de la fuerza de la voluntad que solamente puede conquistarse con el lento paso del tiempo. El golpe final es entonces un latigazo de sabiduría. El luchador proletario de antaño todavía resiste y pelea. Le cuesta, debe insistir, pero todavía puede.