Corazón de campeón
La saga boxística que nos emociona desde hace más de cuatro décadas continúa haciéndolo con el mismo pulso que en 1976. Mientras todos envejecemos, Rocky Balboa y sus películas parecen habitar un tiempo y espacio paralelo donde permanecen eternamente jóvenes y con la misma vigencia que hace cuarenta y tres años. El tiempo pasa, pero la saga aún tiene esa capacidad increíble de deslumbrarnos con su singularidad, y Creed II no es la excepción. En lugar de presentar a su protagonista, Adonis Creed, la secuencia inicial de la película nos transporta a Ucrania para introducir a su rival, Viktor Drago, hijo de Iván Drago. El chico es una mole, criado y entrenado por su padre con sed de venganza, una verdadera máquina de matar que lo enfrentará a Adonis, con toda la carga emocional que supone ese combate para todos los personajes.
Otra rareza de la secuela de Creed es la esperada secuencia de entrenamiento, esta vez en medio del desierto, que parece provenir más de una saga como Mad Max que de Rocky. Adonis tendrá que adentrarse en el infierno para poder hacerle frente a Viktor, que lo supera en estatura, fuerza, y brutalidad. El hijo de Apollo renace, otra vez bajo el ala de Rocky, no solo como un boxeador más feroz, si no como un mejor hombre. Porque el incansable Rocky siempre nos recuerda por qué peleamos y que las luchas son siempre internas, con nuestros propios fantasmas. Con las emociones a flor de piel, Creed II se entrega por completo al melodrama familiar, y a diferencia de su antecesora, es una película mucho más reposada, más interesada en las vicisitudes familiares que en el despliegue de las secuencias de boxeo, porque entiende que los vínculos afectivos son el verdadero motor de cualquier batalla dentro y fuera del ring.
El guion escrito por Stallone garantiza la solidez y el clasicismo de una película que, como las anteriores, se divide en un puñado de bloques narrativos que Steven Caple Jr. encastra como si jugara de memoria a los rastis. En Creed II no hay lugar para sorpresas. Con una presencia mucho más notoria de la fórmula del subgénero que su predecesora, a la secuela de Creed se le ven todos y cada uno de los hilos, pero no trata de disimularlos, al contrario, los utiliza a su favor: cada escena va directo al grano, sin vueltas narrativas ni grandes movimientos de cámara. Todas las piezas están dispuestas para que el espectador sepa lo que va a pasar de principio a fin, pero aunque sepamos exactamente qué sucederá en cada escena, Capel Jr. logra, a través de la simple pero cuidadosa puesta en escena, una película de una gran eficacia, que camina con la misma perseverancia y aplomo que su protagonista hacia su próximo desafío. Y los supera uno tras otro. Basta con prestar atención a los mínimos detalles que conforman el alma de la película y de sus personajes, como cuando Rocky llega a su restaurante y descubre que Iván Drago lo espera en una de las mesas, pero elige no sentarse en ninguna de las sillas libres que la rodean en un gesto de una nobleza implacable: su integridad no le permite sentarse a la mesa con el villano que en Rocky IV mató a su más querido amigo en pleno combate sin remordimientos.
El plano que cierra el combate final, con un Rocky que da un paso al costado, habiendo saldado cuentas con su pasado, y se sienta a descansar a un lado del ring, funciona como una suerte de clausura de una etapa, el cierre perfecto de una valiosísima obra que traspasa los límites del cine y que ha creado para la posteridad. Su legado.