Un padre, un hijo, una ciudad, la materia prima de la segunda película de Eduardo Crespo que no es otra cosa que una circunspecta meditación sobre la relación del cine con los fantasmas
Eduardo Crespo nació en Crespo, la misteriosa ciudad de Entre Ríos conocida principalmente por su producción avícola y últimamente por los cineastas que han surgido de ahí: Iván Fund, Maximiliano Schonfeld, el propio Crespo. Por su parte, el joven Crespo, a diferencia de su padre, recientemente fallecido, que alguna vez dejó Buenos Aires para irse a ese pueblo grande de inmigrantes, dejó la capital avícola del país para irse a la Capital Federal y vive en el barrio de Villa Crespo, una anécdota azarosa que marca el tono del filme: una amable elegía sin visos de gravedad.
El regreso a su ciudad natal tiene una misión: detener el olvido, o momificar estéticamente al padre muerto para no perderlo de vista. En una cita al paso de los aforismos del famoso libro de Bresson Notas sobre el cinematógrafo, se lee en el propio filme: “Hacer visible lo que sentí”. Guía sabia la elegida por Crespo, y honrada en la hora y minutos que dura la película. La sensibilidad del cineasta excede la conjura de su propio dolor. La muerte del padre es un tema universal.
Todo hombre deja rastros de su paso por el mundo. En un primer momento, su condición de fantasma es vindicada por quienes le sobreviven. Para ellos, sobre todo si hay un lazo genético, los rastros inmediatos se identifican en los objetos, talismanes afectivos que precipitan memorias inesperadas. Esta clarividencia visceral constituye un punto inicial en el filme. Crespo hasta llega a probarse el uniforme de boy scout de su padre, entre tantos objetos vistos y filmados que reaniman o resguardan la vida del difunto.
También están las tecnologías de la memoria: las fotos, las películas familiares, los archivos audiovisuales, el cuaderno de notas, los documentos, los monumentos; Crespo apela a todos esas operaciones de almacenamiento de signos y complejiza el registro personal en forma de diario que organiza su relato. Es de ese modo, con muy pocos elementos, como Crespo se las ingenia para hacer buen cine. Tiene ideas y las escenifica, y es por eso que el filme vence su lógico costado personal. Hay breves atisbos de belleza, ingenio y comicidad, como cuando sintetiza la vida de los pollos o descubre un búho que vive en el cementerio.
Una imagen recurrente determina simbólicamente a Crespo (La continuidad de la memoria). En una foto de la infancia se ve a un nadador arrojándose al vacío. La muerte del padre es para muchos un salto mortal. Crespo lo entiende, transmite y objetiva. La emoción destilada de una pérdida se puede filmar.