Bailando en la oscuridad
Ella se mueve como una anguila. De izquierda a derecha, de arriba abajo, su cuerpo dócil y fibroso la convierte en una entidad inusual e inclasificable. El problema es verla. O que te vea.
Eli se oculta de los ojos y duerme entre la melancolía de saberse inagotable y el gustito sádico de volver a buscar energía, todos los días. Como una anguila, carga y descarga su voltaje. Un shock eléctrico, como sus desplazamientos. Eli tiene 12 años… desde hace varios siglos. Lo que ella no sabe es que se acaba de mudar al lado de la única persona que podrá verla, por primera vez: Oscar, un melancólico-chico-ostra-abandonado-a-su-suerte-con-madre-divorciada/incomprensiva-y-una-vida-escolar-de-abusos. Y el problema para Oscar es ver qué se hace con tanta mierda guardada dentro. El problema, del otro lado de la pared, también es la energía. Y cómo compartirla. Más si se tiene 12.
Let the Right One In (volvamos a la musicalidad de su título en inglés, mucho más cercano al sueco original que la poco feliz versión local traducida como Criatura de la noche: Vampiros. Fin de la oración de queja) es una película compleja justamente porque esconde un proceso de depuración tan sofisticado e invisible que nunca nos percatamos que lo que estamos viendo, amén de su retórica, sus rituales escénicos y su imaginería visual, es menos una película de terror que un extraordinario melodrama. Un melodrama freak, un amor loco, un encuentro imposible.
A diferencia de Martin (George Romero, 1976), película con la cual se entablan fuertes lazos filiales, Alfredson toma una directriz opuesta a la de Romero: no juega a la ambigüedad con lo vampírico. No juega a ser elusivo con ese carácter. Esto evita, entre otras cosas, que el espectador construya una víctima social, como en parte si lo era el protagonista romeriano. No: En Let the Right One In conviven dos extremos irreconciliables que hacen del terror una excusa perfecta para la experiencia melodramática.
Veamos. Por un lado el extremo de la brutalidad, de la frialdad del registro de las muertes (con momentos que recuerdan a Trouble Every Day, Claire Denis, 2000), con una mirada impasible, pero nunca gozosa, sino curiosa, impúdica, sensual. En el otro extremo, una construcción narrativa que si elude datos, que cuando podría (“debería”, demandará un espectador que espere “otra de vampiros”) ser clásica y abrir el campo de visión, opta por una distancia ínfima de los hechos, que no permite armar el cuadro de situación completo. En un extremo, la mirada sádica y salvaje. En el otro, los saltos en la mirada táctil, un mundo hecho pedazos.
Paradoja andante: 1. Por un lado, se nos somete a una puesta venal pero distante, que incomoda y no permite tomar posición alguna ¿Por qué? Porque la película opera a pura marca y desmarca del código de terror, traicionando expectativas, haciendo de lo obvio un equívoco (pero sin apelar a la sorpresa de los golpes de efecto). 2. Al mismo tiempo, el gusto por los objetos y las superficies rugosas, la precisión milimétrica de una puesta en escena rica en detalles convierten a Let the Right One In en una fiesta íntima para los ojos.
Pero ahí, en donde el ojo goza con el detalle y donde pispea la sangre a borbotones es donde hay que mirar con atención, a no perder la vista (porque esta también es, esencialmente, una película sobre el poder de la mirada). Porque en algún momento, como diría George Constanza, ¡los mundos chocan! Y es ese el momento en que tenemos que estar preparados. Porque esa mirada estrábica, que antes diferenciábamos, esa bifurcación óptica a la que se nos sometía, ingresa en un tornado furioso en donde impetuosamente se funden y conviven universos que parecían rotos y disímiles: García Lorca con Peter Pan, George Romero con Max Ophuls, Luis Buñuel con Georges Franju y finalmente con Kathryn Bigelow. Y de ahí en más todo es exceso melodramático, todo es entrega pasional, todo es palpable y la pantalla se hace lenguaje braile, hasta que estallen los puntitos y nos sangren las yemas de los dedos y nos estallen los pulmones y el corazón por un amor exagerado, excesivo. Nuclear.
Porque, como dijimos al principio, todo era un asunto de energía, de cómo compartirla…de cómo administrarla (¿al fin y al cabo no es el eterno prejuicio sobre los chicos que no son chicos pero tampoco adolescentes y que las abuelas llaman edad del pavo?). La película de Alfredson nos da una lección: nos enseña a abandonar los trajes, nos convoca a mirar micromundos y nos muestra su estallido, no su disolución. Porque en toda fusión hay algo nuevo: al fin y al cabo es un principio físico. La energía no se pierde, se transforma. Nuestros ojos también.