Una nena vive en una habitación rústica y su único contacto con el exterior es el paisaje boscoso que ve a través de los barrotes de un ventanuco. Un hombre, al que ella llama Daddy, es la única persona con la que tiene un vínculo: él se encarga de alimentarla y de enseñarle lo que quiere que sepa sobre el mundo. Anna no puede salir: el picaporte de la puerta está electrificado. Daddy le explica que es para que evitar que los Wildlings, unos seres peludos, de enormes dientes y largas uñas, entren a comérsela. Porque ella, le dice, es la última nena que queda: todos los demás fueron devorados.
Al principio, Criaturas nocturnas parece seguir los pasos de La habitación y contar una historia al estilo de la de Natascha Kampusch, la austríaca que pasó su adolescencia secuestrada por un pedófilo. Pero la opera prima del alemán Fritz Böhm termina revelándose como una metáfora de la pubertad y el despertar sexual.
También, como para estar a la moda, admite una lectura feminista, donde el poder femenino aparecería como una amenaza para la estructura patriarcal. En ese sentido, Anna no está sola: su benefactora en el masculino pueblito montañés donde transcurre todo es la comprensiva sheriff que interpreta Liv Tyler. No es el único apellido ilustre del elenco: el ambiguo Daddy está a cargo de Brad Dourif, una leyenda del cine de género que hizo la voz de Chucky.
El es uno de los tantos nexos de Criaturas nocturnas con el viejo y querido cine clase B. Los efectos especiales de bajo presupuesto, que combinan imágenes por computadora con maquillaje y prótesis, coquetean con la bizarría: es difícil hacer una película de hombres -o mujeres- lobo con poco dinero sin afectar un poco la credibilidad del asunto.
De todos modos, aquí el inconveniente está en un guión que, luego de un comienzo aceptable, toma un rumbo errático y da unos giros que arruinan lo bueno que se había construido hasta entonces.