Muerte y rumores en el desierto blanco.
En el 2005, el pueblo de San José de las Salinas, en Córdoba, se vio sacudido por el único crimen violento en toda su historia. Distéfano se mete en esa historia llena de secretos y, como un etnógrafo, desenrolla el ovillo social de la comunidad.
Según el censo oficial realizado por el Indec, San José de las Salinas, en el norte de la provincia de Córdoba, contaba en el año 2010 con apenas poco más de 600 habitantes. A comienzos del siglo XX, la extracción en las salinas cercanas del mineral que le da nombre a la localidad dejó de ser una actividad semi-artesanal para transformarse en una industria de mediana escala, sosteniendo económicamente a casi la totalidad de la población del lugar. El documental de Lucas Distéfano –que tiene finalmente su estreno comercial a más de un año de su presentación en el Bafici– quiebra en varias oportunidades el ritmo de las conversaciones y entrevistas a los lugareños para presentar imágenes de los salares, abandonados luego de que la falta de lluvia alterara el equilibrio mineral del terreno. Los lentos travellings hacia ninguna parte, en un aparente blanco y negro convocado no por una decisión estética sino por la escasa presencia de colores en el paisaje, dejan ver rieles oxidados, aparatos derruidos y vehículos detenidos en la solitaria inmensidad del lugar. Por momentos, las imágenes parecen tomadas de alguna película fantástica o post apocalíptica.
De todas formas, el reflejo más cercano e inmediato de ese desierto blanco parece ser la falta de trabajo formal en San José de las Salinas, que en el año 2005 se vio sacudido por el único crimen violento en toda su historia como comunidad, cuando Ramón Cáceres fue asesinado por su esposa y su cuñado y el cuerpo arrojado a un pozo de agua. Que el hombre tuviera 80 años y la mujer apenas 36 ya no llamaba la atención de ningún vecino, aunque el casamiento tres años antes se había realizado en secreto, a espaldas de las familias de unos y de otros. Distéfano se mete en esa historia llena de secretos a voces, rumores y chismes de toda intensidad y tenor no tanto como el investigador o detective dispuesto a dilucidar los detalles de un caso como un etnógrafo que deseara desenrollar el ovillo social del comportamiento de un pueblo. Para ello, la cámara se acerca a los familiares de la víctima, amigos de los victimarios, policías responsables de la investigación, simples vecinos e, incluso, al autor del golpe mortal, condenado a prisión perpetua por un crimen que, afirma, no cometió.
“Acá eso pasa seguido”, afirma un anciano del lugar. No se refiere a las muertes violentas, sino al emparejamiento de hombres muy mayores con mujeres jóvenes. “Lo que quería era no perder la pensión”, dice entre lágrimas a punto de brotar de sus ojos un familiar directo de Cáceres, convencido de que esa unión matrimonial no fue otra cosa que un plan artero y criminal. La peluquera más popular de Las Salinas atiende en su propio jardín y en las charlas con algunos de sus clientes se deslizan otros detalles –apócrifos o ciertos, imposible saberlo– de esa relación y su fatal desenlace. Otro ciudadano de San José de las Salinas, hombre de familia y padre de varios hijos, confiesa a cámara su absoluto convencimiento de que varios de ellos son en realidad frutos de otro padre, gestados durante su ausencia; más tarde, luego de una cena familiar al aire libre, contará en detalle su fallido intento de suicidio algunos años atrás.
En la suma de todos esos elementos, el breve, compacto y conciso documental de Distéfano abandona la intención de encarnar en una simple investigación de un caso policial –que estuvo presente en los noticieros y diarios durante algunos días, para ser luego abandonado– y se transforma en la descarnada descripción de una sociedad que parece acercarse, lenta pero inexorablemente, a un estado de auto abandono. Como si los lazos comunitarios basados en la solidaridad vecinal hubieran desaparecido y el único apaciguamiento para el espíritu estuviera presente dentro de las paredes de lona de la iglesia evangélica, conducida por un sacerdote que repite los pasajes de la Biblia con dogmática literalidad. Afortunadamente, nada de eso es subrayado por la película –con la excepción de un breve pasaje en la banda de sonido de tono marcadamente ominoso– sino que va desprendiéndose lentamente de la narración. El de Crimen de las Salinas no deja de ser un recorte de la realidad –como ocurre en cualquier film documental– y quizá la vida en el lugar no sea tan temible. Pero lo cierto es que ese primer y único homicidio parece haber introducido un virus que llevará mucho tiempo eliminar del organismo.