Pueblo chico, ambición grande.
La fria crónica policial describe un hecho de sangre en un pueblito de 700 habitantes. La víctima es un hombre de 77 años, casado con una mujer de 33, quien junto con la complicidad de su hermano lo asesinaron brutalmente sin un móvil aparente y con una enorme convulsión entre los lugareños antes, durante y después de un juicio por jurado que los condenó a cadena perpetua al haberlos encontrado culpables de homicidio.
En ese sentido, lo primero que debe señalarse de este documental presentado en el BAFICI es la idea central de circunscribir el relato a dos personajes principales: la víctima y el victimario, secundado por el partícipe necesario que es el único que da la cara en la entrevista, dado que la mujer condenada no aceptó participar de la película. Por eso el desfile de testigos, allegados y conocidos, siempre bajo la lógica de los dichos de un conjunto de personas que comparten un lugar y una mirada dispar sobre los protagonistas es en definitiva el caldo de cultivo sobre el que trabaja el director y su equipo, tanto en la búsqueda manifiesta de personajes que siembran información y dudas acerca del móvil del asesinato como de la reprochable conducta de la mujer que se casa por conveniencia con un anciano para vivirlo y matarlo.
Sin caer simplemente en el recuento descriptivo, con escueta información del hecho y sus agujeros o cabos sueltos, Crimen de las salinas resulta interesante al despojarse de lo fáctico para sumergirse en la necesidad de entender los porqué de las pulsiones humanas, las causas que pueden llevar a tomar decisiones en las que la maquiavélica frase “el fin justifica los medios” encierra no sólo un método de supervivencia sino una forma de entender el valor de la vida.