Allá por los años ’80, una profesora de literatura prohibía a sus alumnos del colegio secundario que resolvieran sus composiciones apelando, en el último párrafo, al recurso de que todo lo narrado anteriormente había sido un sueño. Porque, además de un lugar común, se trata de una triquiñuela facilista, una suerte de ruptura unilateral del contrato de lectura. Pero todavía se la sigue utilizando.
De todos modos, el desenlace es sólo un eslabón más de la cadena de desaciertos que es Crímenes imposibles. Los clichés más esquemáticos del policial se suman a algunos de los elementos más remanidos del terror para dar como resultado esta película que en ningún momento asusta, intriga ni es creíble. Actuaciones flojas, un guion -de Nora Leticia Sarti- elaborado siguiendo fórmulas vistas una y otra vez, una producción que no logra disimular la escasez de presupuesto: cuesta encontrar algún punto que se salve del naufragio.
Federico Bal es un escritor que sufre la muerte de su hermana y, años después, protagoniza un accidente de tránsito en el que mueren su mujer y su hijo. Tras un nuevo salto temporal lo vemos convertido en un duro detective de novela negra, solitario y amargo, que investiga una serie de asesinatos extraños. No hay pistas, hasta que una monja se presenta en la comisaría diciendo que cree haber cometido los crímenes, y proporciona datos que sólo alguien que hubiera estado presente podría tener.
Todo se torna aún peor cuando una pátina religiosa y de presunta trascendencia espiritual tiñe esta historia en la que, ay, “nada es lo que parece”. Más que asombro, el giro final provoca la desagradable sensación de haber visto una película imposible.