Esta comedia romántica del realizador francés se centra en un affaire amoroso entre un nervioso hombre casado y una más desprejuiciada mujer separada.
Como Hong Sangsoo, Woody Allen o Eric Rohmer –que lo han hecho en muchas de sus películas–, aunque con menos prensa y prestigio que ellos por motivos un tanto inexplicables, el francés Emmanuel Mouret viene perfeccionando el arte de la comedia romántica, ese género tan extraordinario como semi-abandonado por el cine contemporáneo, quizás seducido por propuestas que priorizan el shock o el impacto.
No hay nada shockeante ni demasiado revelador –al menos en ese sentido– en CRÓNICA DE UNA RELACIÓN PASAJERA. Salvo por el algún detalle (o la incógnita de qué es lo que Mouret considera pasajero), no hay sorpresas en esta película: casi todo lo spoilea su propio título. A modo de diario que empieza en febrero y termina un tiempo después, la película empieza con una cita entre Charlotte (Sandrine Kiberlain) y Simon (Vincent Macaigne) en un bar. Ambos se habían conocido un poco antes en un evento social y se encontraban ahí a solas por primera vez. En una extraordinaria secuencia de coreografía del deseo (cuerpos, palabras, movimientos) va quedando en claro cómo vendrá la cuestión.
Charlotte está separada (muy de a poco irá dando más información acerca de su familia) y le gusta la idea de un tener un affaire, o varios quizás, siempre casuales, sin hacerse dramas ni tragedias ni complicar las vidas de los involucrados. Simon es muy distinto, casi opuesto: está casado hace casi 20 años, tiene dos hijos adolescentes y vive todo con miedo y culpa. Es que, además, es su primera vez jugando este juego de encuentros, para él al menos, prohibidos.
La relajada Charlotte y el nervioso Simon van encontrándose a lo largo del tiempo, con mayor o menor premura, en la casa de ella, en lugares públicos (cafés, restaurantes, museo, parques) o tomándose algunas veces vacaciones cuando la situación de él las permite. Pese a sus enormes diferencias de carácter y personalidad parecen llevarse bien y la película, repleta de diálogos que logran ser inteligentes y naturales a la vez –y que no llaman la atención por su excesivo ingenio o aparente profundidad– va avanzando de forma amable y ligera.
Uno sabe, promediando los 100 minutos que dura la cuestión, que la relación tendrá alguna complicación o giro. Ya verán cuál o cuáles son. Lo cierto es que hay un momento en el que sostener lo pasajero y «poco importante» que debería ser la relación les resulta muy complicado. Pero ninguno quiere quebrar el pacto de ligereza planteado de entrada (por motivos distintos) y, lo sabemos, es difícil mantener las emociones afuera de una relación, por más «intrascendente» que se pretenda que sea.
En la película del director de LAS COSAS QUE DECIMOS, LAS COSAS QUE HACEMOS todo funciona a la perfección. La química entre ambos extraordinarios actores hace creíble que dos personas tan distintas puedan estar juntas (sus diferencias dan lugar a circunstancias muy graciosas) y todo fluye como debe hacerlo en estos casos, pasando de la colección de anécdotas simpáticas a lidiar con momentos más incómodos y, sí, dolorosos, con alguna sorpresa final incluida.
Mouret ya tiene una docena de películas en su carrera, casi todas de similar estilo y temática, más allá de sus diferencias puntuales. De todos modos sigue sin ser un nombre que esté en la boca de los cinéfilos como lo están otros que observan o analizan situaciones, personajes y relaciones parecidas. Quizás sus películas no tengan ese plus (de guión, de estructura o de puesta en escena) que llama la atención en el cine de sus pares más reconocidos. Pero eso, que le quita «fama» y sentido de «club privado» a sus películas, es también lo que las hace universales. Las emociones que viven los personajes las entendemos todos, hayamos pasado por algo similar o lo veamos solo en las películas románticas.