Descangayadas.
La peor película del mundo tiene nombre. Ahora lo podemos decir. En algún punto, lo que hace Diego Rafecas es ilustrarnos por el lado del absurdo, llevando su prédica a un extremo tal que la conclusión se deriva ostensiblemente de la mera observación. Se cae como una fruta podrida del árbol, digamos: amigos, por acá no es, no hagan esto, ni en sus casas ni en ninguna otra parte. Es la clase de lección que se aprende duramente, a puro golpe de televisión de la mala. Después de todo, nada demasiado novedoso: estupidez, más desprecio, más estupidez. Y así. El copioso argumento de Cruzadas es en realidad amébico, pero el carácter narrativamente veleidoso de la película, con sus constantes idas y vueltas en el tiempo, intenta disimularlo con una suerte que también es magra: muere un magnate de los medios (esos que ahora se llama multimedios, o medios concentrados), interpretado por Enrique Pinti, y quedan sus dos hijas para disputarse la herencia. Una de las dos, en la piel de Nacha Guevara, no ha sido reconocida como tal y es una reina de la bailanta. Moria Casán hace en cambio de la hija legal del finado, sobre la que en principio recae el usufructo del holding de marras. A partir de esa escena básica, la película dispone una serie de situaciones simétricas: Moria tiene un hijo cuadripléjico del que se avergüenza y al que mantiene oculto; Nacha, por su parte, tiene una hija que aspira a ser como ella y despojarla de su reinado.
Las torpes intrigas descriptas se adelantan de algún modo en el título. Pero en el fondo, Cruzadas se dice en femenino porque la apuesta de Rafecas está en su dos actrices protagonistas, ya que de la decisión de casting, también, se desprende la idea de hacer jugar a las mujeres con el preconcepto que el público tiene de ellas: la “fina” hace de bailantera; la “grasa”, de empresaria. Ese tipo de ingenio que repta a través de la producción y del guión, tiene su continuación en los bestiales retruécanos de los diálogos, en donde parece resumirse un compendio sin igual de imbecilidad, maldad y cinismo. En una escena se le achaca al personaje de Pinti haber liquidado gente para levantar su imperio. El tipo responde diciendo, palabras más o menos, que eso es verdad, pero que en los años ochenta vio todo más claro y cambió de manera de ser. La película lo presenta como un viejito piola que fuma marihuana y se preocupa por el destino de sus empleados. Cuando va furtivamente a mirar a su nieta (Chachi Telesco) en un ensayo, el baile se interrumpe y la chica la emprende violentamente a golpes con una corista. El plano hace un corte a la cara de Pinti que observa la escena con la misma expresión de ternura, o algo parecido, que tenía antes de que se iniciara la pelea: no sabemos si con Rafecas estamos ante un verdadero maestro de la ambigüedad o de un caso notable de ineptitud suprema, algo que no se veía desde las películas de explotación más crasa protagonizadas por Olmedo y Porcel como Los colimbas se divierten. Otro de los planos de Cruzadas se encarga de humillar a Claudia Albertario mostrándola de atrás cuando camina con la gracia de un mandril mientras se acomoda la bombacha. Después, con un chicle en la boca, el personaje balbucea preguntándole al hombre que está a su lado con quién hablaba por teléfono. “Con Darío Vittori”, responde el otro con un tono de desprecio infinito. Además de puta, el guión obliga a la chica a ser tarada. Y como es ambas cosas, hay que maltratarla por partida doble.
Es que en la sucesión de escenas grotescas de la película, mal actuadas y peor filmadas, de una fealdad que resultaría casi conmovedora si no fuera tan ofensiva, el director despliega los retazos de una convicción que no por visitada resulta menos sorprendente: no existe el cine, sólo la televisión. En realidad, parece decir la película, ni siquiera existe el mundo si no está moldeado y reticulado por la televisión, por su memoria y su moral. Un chiste que se dice por lo menos tres veces en Cruzadas, con variaciones mínimas, es el que alude directamente a un olvidable sketch de Tinelli de hace más de una década: me tomo una garompa y todo me chupa un huevo. La primera vez que se enuncia, algún espectador se ríe solitario, sorprendido acaso por el recuerdo de su primera juventud: un rayo que en la oscuridad de la sala lo toca como si el tiempo no hubiera seguido su curso desde entonces, o como si mediante el énfasis de la supervivencia se vieran legitimadas las pasiones vergonzantes del pasado. El de Cruzadas es un humor vintage.