Laura (Florencia Torrente) creyó durante toda su vida que su padre las había abandonado a ella y a su madre, hasta que un día se entera de que en el País Vasco se encontraron los restos del hombre. Su desaparición no se había debido a la huida con otra mujer, sino a que había sido asesinado de un tiro en la cabeza.
Este es el punto de partida de Cuando dejes de quererme, que utiliza la estructura clásica de un policial para contar el drama de una mujer que busca saber la verdad sobre su propia historia familiar. Esa búsqueda la lleva de Buenos Aires a España, la tierra de sus padres. Ahí emprende una investigación que a medida que avanza va teniendo nuevas pistas y sospechosos, con permanentes giros que pretenden -y no siempre lo logran- sorprender al espectador.
No se puede decir que la opera prima del vasco Igor Legarreta tenga entre sus virtudes el riesgo o la innovación. Al contrario, el director eligió caminar sobre el transitado sendero del whodunit, donde la intriga es quién fue el asesino. La diferencia con la aventura detectivesca tradicional es que aquí el crimen sucedió 35 años antes del 2002, año en que sucede la acción.
Por ese motivo, hay permanentes flashbacks hacia ese hipotético pasado, construido a medida que el trío de investigadores hace sus conjeturas. Para agregar un poco de confusión, en realidad todo transcurre en un pasado cercano: en el presente, Laura está recordando esa pesquisa luego de la muerte de su padrastro (Eduardo Blanco).
La dupla que forman Torrente y Blanco son el hallazgo de la película. La hija de Araceli González sorprende con su naturalidad; él, rara mezcla de Darín y Capusotto, es el encargado de dar el alivio cómico a lo que de otro modo se habría convertido en un canto a la solemnidad (porque también entra en juego, de refilón, la ETA y la dictadura de Franco). Hay química entre los dos, y sobre esa columna vertebral se sostiene Cuando dejes de quererme.