Nada mal: más allá de que la película no tiene una trama o una historia que podamos definir como “originales” (hay elementos de un pasado ominoso que se repiten, apariciones fantasmales, algo que viene de la propia historia familiar, etcétera), funciona muy bien el juego de la luz y la oscuridad. Porque el truco es simple: cuando hay luz, las cosas son “normales” y en la oscuridad, hay peligro, miedo, monstruos. Así que la película debe construirse alrededor de esa dialéctica (perdón por el término) y lo logra. La oscuridad es peligro, la luz es seguridad aunque en algunas circunstancias nada parece del todo claro. El espectador se conecta con cuestiones casi atávicas, más allá de que el entretenimiento y el relato mantienen la tensión durante toda la proyección. Sin llegar a los niveles de construcción de personajes que hace fuerte la serie El Conjuro, este ejercicio concreto y conciso resulta estimulante. Dicho de otro modo, si de quiere asustar, se va a asustar como corresponde.