Cuando las luces se apagan

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

LOGRAR EL PISO PERO NO EL TECHO

Films como Cuando las luces se apagan prueban que determinados objetivos no son tan difíciles de cumplir dentro del género de terror, exigiendo más que nada un cierto conocimiento de las herramientas genéricas, pero que hay otras metas que son mucho más difíciles de alcanzar y exigen un trabajo narrativo más ajustado, preciso y, especialmente, un tipo de sensibilidad que no cualquiera posee.

El arranque de Cuando las luces se apagan, preciso y terrorífico, ya evidencia todas sus virtudes pero deja entrever varias de sus limitaciones: ya queda claro que hay una entidad, tenebrosa y terrible, que utiliza la oscuridad como vehículo y acecha a un niño y su hermana mayor (Teresa Palmer), quien comienza a darse cuenta que los miedos infantiles que plagaron su infancia tienen la misma fuente y que esa entidad tiene un largo y enfermizo vínculo con su madre (Maria Bello), quien arrastra un historial de desequilibrios psiquiátricos. Hay de movida un relato donde el horror se da la mano con el drama familiar, pero el director David F. Sandberg (quien se basa en su propio cortometraje del 2013 y cuenta con el respaldo de James Wan en la producción) muestra que lo suyo es la puesta en escena y no la construcción de personajes: hay unas cuantas secuencias que funcionan realmente bien, con un hábil uso de los contrastes entre luces y sombras, el fuera de campo y el sonido; pero es cuando menos difícil identificarse con los padecimientos del triángulo de protagonistas, que nunca consiguen salir de un compendio de lugares comunes.

Eso explica que Cuando las luces se apagan avance en su trama colocando cada tanto situaciones que permiten el despliegue de ese miedo central y casi visceral que genera la oscuridad, donde las posibilidades estéticas y formales se potencian fuertemente. Lo dramático queda ubicado dentro del rango de mera transición, lo que queda aún más explicitado por los modos en que se explican los enigmas centrales: todo es muy obvio y apresurado, con un nivel de descuido en las revelaciones que es cuando menos llamativo. Lo que se percibe es un film sustentado en sus ideas temáticas y formales, que se apoya en temores emblemáticos pero que es incapaz de hilvanar una historia consistente, con personajes que generen una real empatía. Hay, sí, mucho drama, seres que cargan en sus espaldas con pérdidas, culpas y secretos, pero las fórmulas y costuras están demasiado a la vista.

Lo que sí, Cuando las luces se apagan tiene la coherencia e inteligencia suficiente como para ser consciente de sus limitaciones. Por eso es que, frente a su incapacidad para capturar la total atención del espectador, va a lo seguro y descansa en su habilidad para causar miedo o incluso esa expectativa que se transforma en temor. El film de Sandberg cumple entonces con las exigencias mínimas, con ese piso que se le reclama al género de terror actual, pero queda lejos de la potencialidad, de ese techo que su premisa prometía. Por ende, no es extraño que dure apenas 80 minutos: da lo que puede dar, redondea su historia y no se adentra en terrenos inestables. Es tan breve como sólida, tan compacta como efímera.