Alegoría triplemente degradante
Ubicada en la Franja de Gaza, Cuando los chanchos vuelen aborda, como otras películas recientes, el conflicto palestino-israelí desde un formato de comedia liviana. Pero más liviana, más farsesca, más obvia, más alegórica y, en definitiva, más irresponsable y demagógica que La novia siria o El árbol de lima, por poner un par de ejemplos de esta corriente. A diferencia de las anteriores, Cuando los chanchos vuelen ha sido escrita y dirigida por alguien a quien el conflicto no le incumbe en forma directa: el francés Sylvain Estibal, ganador del César a Mejor Opera Prima por esta película. En lugar de convertir la distancia en distanciamiento, Estibal intenta disimula su extranjería, asumiendo para sí los peores prejuicios de ambos bandos en pugna y consumando una película doblemente degradante. Triplemente degradante: además de degradar a judíos y palestinos, Cuando los chanchos vuelen degrada al cine mismo como hecho estético y productor de sentido.
Pescador torpe, perdedor y pusilánime, el día que no atrapa zapatillas en su red, Jafaar (el iraquí Sasson Gabai) atrapa un chancho. Chancho que, arriesga un conocido, habría llegado hasta el Mediterráneo desde Vietnam. Qué ruta siguió el porcino y cómo hizo para no ahogarse o morir en el camino es sólo la primera de una serie de licencias muy poco poéticas, que terminan con el estallido de unos explosivos que, cargados por el mismo bicho, no lo matan a él ni a la mujer que en ese momento lo llevaba, vaya a saber por qué extraño milagro de guión. El problema de Jafaar (y alegoría central de Estibal) es que, como bien se sabe, el cerdo es un animal al que el Corán y la Torá condenan por igual. Por lo cual el hombre –regañado por su esposa, burlado por sus pares y humillado a diario por los soldados israelíes que ocupan la terraza de su casita de adobe– iniciará una odisea, en busca de desprenderse de la blasfema bestia. Con la que además, claro, se ha encariñado, porque Jafaar responde también al estereotipo del tipo bueno.
La solución es lucrar con el chancho, asociado con una colona ruso-judía que vive, detrás de una cerca de alambre, junto a un grupo de compatriotas. ¿Pero cómo, no es que la religión judía prohíbe el consumo de carne de cerdo? “Lo único prohibido para los judíos es no hacer negocios”, enseña un peluquero palestino. Así que basta con ponerle unas medias al pezuñoso, para que no pise suelo israelí, y usarlo de procreador, para venderles carne de cerdo a rusos no judíos. Hasta que los fedayines se enteren de las relaciones de su compatriota con una enemiga y, en lugar de condenarlo a muerte, lo obliguen a sacrificarse como hombre-bomba. Si a esta serie de arbitrariedades, forzamientos de guión, manipulaciones narrativas y prejuicios étnicos y raciales se les suma un humor que incluye el consumo de semen de chancho por parte de un soldado, la utilización de una telenovela brasileña como metáfora (explicada) de la necesidad de superar las rivalidades entre hermanos y un remate que tiene a dos discapacitados bailando breakdance como alegoría de que lo imposible puede ser posible, se tendrá una idea de qué clase de película es ésta.