Donde los chanchos nadan, caminan y vuelan
Jafaar (Sasson Gabai) es un pescador palestino, al que las cosas no le van nada bien; la pesca es muy mala, y sus condiciones de vida son al menos precarias. Un día Jafaar está en su barco, levanta sus redes, y de ellas sale un chancho. Su primera reacción, como es de esperarse, es de pánico, se asusta y no puede entender que hacía un chancho en el medio del mar.
Cuando el miedo y la sorpresa se van disipando, Jafaar se encuentra sin dinero, sin pesca, y con un chancho. El animal es considerado impuro en su religión, por eso desde su llegada, este debe vivir en la absoluta clandestinidad. El chancho se convierte para él en una especie de maldición, teniendo en cuenta su significado religioso, y luego en un secreto un tanto indigno, pero averiguando por aquí y por allá, Jafaar descubre que el animal puede ser rentable, ya que según algunos rumores, los israelíes de las colonias tienen criaderos de chanchos, porque aún siendo impuros también para su religión, son utilizados para detectar explosivos. Luego de diferentes maniobras e intentos, Jaffar logra, alambrado de por medio, concretar una relación comercial con Yelena (Myriam Tekaïa), una inmigrante rusa de las colonias que se dedica a la cría de porcinos.
Las transacciones comerciales son por demás complicadas, ya que todo debe hacerse de forma clandestina, en un ambiente hostil, tanto para el vendedor como para la compradora. Pero son estas situaciones las que convierten a la película en una comedia.
La conducta de Jaafar comienza a levantar sospechas, en un lugar donde todos son sospechosos, la vigilancia abunda y cualquier cosa fuera de lo normal puede ser considerada una ofensa o un ataque. A pesar de todo, esta es una comedia, basada en un hecho que podríamos catalogar como surrealista, pero su contexto también lo es; Jafaar no sale de su asombro al encontrar un chancho en sus redes, pero se acostumbró a vivir con dos soldados israelíes en su techo, que usan su baño y hasta ven la telenovela con su esposa.
Las desventuras de este pescador devenido en comerciante de esperma de porcino, no solo son graciosas, sirven para mostrarnos que aún en las peores circunstancias los hombres y mujeres podemos adaptarnos a cualquier situación para poder vivir y arraigarnos fuertemente a nuestra cultura y creencias para resistir, porque al fin y al cabo, cuando no hay dinero, eso es lo único que no nos pueden quitar.
A través de las idas de venidas de Jafaar en su vieja bicicleta, vamos conociendo a varios personajes que en sus frases, chistes y costumbres nos muestran como es la vida en ese lugar del mundo tan complejo y doloroso.
La fotografía y la música se deslizan acompañando a la cámara, que sigue de cerca a Jafaar como si fuera un amigo que nos está contando esta historia. Las actuaciones son naturales y creíbles aún en un contexto tan poco común; no hay actuaciones exageradas, ni lugares comunes.
El director eligió el humor para contar esta historia, por lo tanto hay un continuado de situaciones graciosas, a veces cercanas al grotesco y a lo irreal. Así y todo, resulta un poco molesto y facilista que haya elegido un final poético y musical para una historia en la que, por más humor que encontremos, el protagonista la pasa realmente mal.
No es fácil encontrar un cierre a una trama que transcurre en un lugar tan complicado, y más difícil todavía es no herir susceptibilidades e intentar no tomar una posición al respecto.
Aún así la historia merece ser vista, por la calidad de sus personajes, y la forma en que su director nos muestra de manera tan simple, graciosa y cercana, una situación atravesada por tantos conflictos.