La directora de No quiero volver a casa, Los rubios, Géminis y La rabia vuelve a bucear en los terrenos más incómodos de la historia argentina. Tras su exhibición en el Festival de Mar del Plata y antes de su estreno internacional en el Forum de la Berlinale, se estrena en dos salas porteñas y en la plataforma de VOD Odeón.
Road movie, western, documental, ensayo autobiográfico, instalación audiovisual, film experimental a base de found footage y, sobre todo, cine político. Eso (y bastante más) hay en los 84 agobiantes, demoledores, angustiantes y abrumadores minutos de Cuatreros. Perdonen la catarata de adjetivos calificativos, pero la experiencia de apreciar la nueva película de la directora de Géminis, Los rubios y La rabia genera todas esas sensaciones porque hay tantas búsquedas, tantas ideas, tanta carga emocional concentradas en el film que el espectador pendula todo el tiempo entre la fascinación y la irritación.
El disparador de Cuatreros fue la idea de hacer una película sobre Isidro Velázquez (1928-1967), el último gaucho rebelde y violento de la Argentina. Carri no era la primera en internarlo: Pablo Szir dejó un film inconcluso y hasta Mariano Llinás coqueteó con reconstruir esa existencia llena de matices (dio golpes llenos de audacia, sobrevivió muchos años en condiciones increíbles y se convirtió en mito popular).
Pero Carri nunca avanzó demasiado en el guión y con el tiempo esa historia terminó siendo el germen para un análisis sobre la violencia en Argentina. Apelando a muchísimo y valioso material de archivos públicos y privados, con anécdotas de viajes a lugares tan disímiles como Cuba o el Chaco e incluyendo elementos y reflexiones muy íntimas (desde la historia de su padre desaparecido hasta su propia maternidad en una familia nada convencional), la directora construye un ensayo-collage con dos, tres y hasta cinco pantallas simultáneas en la que se confunde su verborrágica (casi como un vómito) voz en off con testimonios (sobre todo tomados en distintas épocas por los medios de comunicación) que de alguna manera describen la represión institucional a los sectores más combativos que se produjo en los años '60 y '70.
Más allá de que la voz de Carri no deja casi nunca de escucharse (sus textos son lúcidos, desgarradores, viscerales, desafiantes y a veces demasiado enrevesados para una película), el dispositivo visual con la pantalla partida y la multiplicidad de imágenes de tantas fuentes diversas y disímiles le dan al film una dimensión muy particular. No es una propuesta fácil (diría que en muchos sentidos es incómoda) y está predestinada al debate, incluso a la controversia acalorada. En estos tiempos no es poco. Una película hecha con la cabeza, sí, pero sobre todo con el corazón.