Exponentes terminales de la chambonería humana
Allá por fines de los ’40/primera mitad de los ’50, las llamadas “comedias Ealing” (por el nombre de la compañía que las producía) impusieron un modo de abordar el humor negro con la mayor impasibilidad. El choque entre lo que sucedía –un tipo ambicioso queriendo asesinar a todos los miembros de una familia, en Los ocho sentenciados; una pandilla pretendiendo hacer lo propio con una encantadora pero no tan indefensa ancianita, en El quinteto de la muerte– y la forma en que los protagonistas reaccionaban a eso era la clave del efecto Ealing. Sobre ese modelo opera A Film with Me in It, film irlandés que –tanto como para traer ecos de la exitosísima Muerte en un funeral– se estrena aquí con el título de Cuatro muertos y ningún entierro.
El título local será imaginativo pero no miente: cuatro muertos produce en cuestión de minutos, sin solución de continuidad y sin querer, uno de los protagonistas. Pero antes de eso, las presentaciones. Actor de aspecto entre desgarbado y mortuorio (es como una cruza de Goofy con Carca), cuando Mark (Mark Doherty, guionista de la película) se presenta a una prueba parece estar rogando que lo desaprueben. El derruido departamento de Dublín donde vive con su novia y las justificadas quejas de ésta por su inoperancia hacen de la falta de empleo un lujo que Mark no debería darse. Su amigo Pierce (Dylan Moran), que es –o quisiera ser– director de cine y guionista, tal vez podría escribir un papel para él. Eso, siempre y cuando sus problemas con el juego y la bebida le permitieran hacer otra cosa que ir al pub, perder plata en las tragamonedas o evitar hablar en grupos de rehabilitación.
Mientras tanto, su hermano cuadrapléjico mira fijo a Mark, desde la silla de ruedas que alguien le instaló en medio del living. Hasta que un día todos los desarreglos del departamento de Mark se juntan –la lámpara que apenas cuelga del techo, un soporte de clarinete demasiado prominente, una estantería no muy firme–, con efectos insospechablemente deletéreos, dejando un tendal de cadáveres sobre el piso. Cadáveres humanos y animales. ¿Cómo convencer a la policía de que fueron cuatro muertes sucesivas pero accidentales? No, lo que hay que hacer es inventar una ficción más creíble que la realidad, y para eso está Pierce... que nunca en su vida escribió una buena ficción. A diferencia de Muerte en un funeral, que no trepidaba en recurrir a negros, enanos, ancianos y diarreas, Cuatro muertos y ningún entierro apuesta a reconvertir en comedia Ealing la clase de films británicos que allá por fines de los ’50/comienzos de los ’60 se denominaron, por su apego a un realismo doméstico tirando a depre, kitchen-sink dramas (“dramas del desagüe de la cocina”).
En este caso es necesario entender por “comedia”, claro, una en la que los protagonistas tanto pueden torturar a una inoportuna mujer policía como intentar disponer, serrucho en mano, de algún cuerpo incriminatorio. El estilo cómico que se impone (por parte de Doherty, sobre todo) es el que los sajones llaman deadpan: un hieratismo alla Keaton o Stan Laurel, adecuadísimo para bajarle decibeles a lo macabro. El tono es, de hecho, sumamente amable. Tal vez, porque estos dos exponentes terminales de la chambonería humana despiertan más piedad o empatía que repulsión o desagrado. Aunque, pensándolo bien, fue la dejadez de Mark la que mató, a la larga, a buena parte de sus parientes, mascotas y conocidos...