Cuando la vida imita al arte
Una comedia irlandesa bastante inverosímil.
Antes que negra, la comedia en Cuatro muertos y ningún entierro (chiste intertextual que le moja la oreja al clásico británico Cuatro bodas y un funeral ) es grisácea. Gris por elección visual del director Ian Fitzgibbon, que tiñe todos los tramos del filme –gracias a la fotografía de Seamus Deasy- de una constante oscuridad, un mundo donde siempre está nublado (es notable la ausencia del sol).
Y también gris porque la vida de los dos protagonistas posee ese tono e indefinición: Mark (el cara de equino Mark Doherty), actor desempleado en la ficción y guionista del filme, y Pierce (Dylan Moran), guionista con bloqueo mental y económico (hace tres meses no paga el alquiler).
También andan por ahí, no por mucho, el hermano paralítico de Mark, su novia, su perro y el dueño de la casota colonial en ruinas donde se desarrollará la mayoría del filme. Cuando parece que todas las luces van a dar ese giro británico del desempleado con desodorante de canto a la vida, de forma accidental pero tan inverosímil que deben ocultarlo, empiezan a morir los habitantes de la casa. Una especie de Destino final más cercana al humor negro circa la década del 60 en Inglaterra que al de Muerte en el funeral (aunque algo de eso hay, en menor y menos populista escala).
Cuatro muertos y ningún entierro oscila entre la crueldad demasiado evidente y discapacitada a la hora del gag, como mostrar al guionista diciéndole al apagado Mark que debe “Mostrar un poco de Errol Flynn, Tom Selleck, Tarzán” y una sutileza en las actuaciones, que al mantener un tono realista y nunca histérico que camufla el germen “¡escondamos el cadáver!” (que, en definitiva, no hay más que eso), permiten que no se desborde el asunto.
Ese control –que incluye un poco de gore , pero siempre apto para todo público- es quizás el lastre que hunde al filme en cierta monotonía, en cierta parsimonia para la comedia negra que termina por desactivar la potencia de tanta muerte a la Tom y Jerry .