Los personajes vuelven para una reunión de egresados. Año 1999. La comedia americana definitivamente no era la maravilla que es hoy, capaz de generar objetos absurdos-marcianos como la reciente Casa de mi padre , donde Will Ferrell, el Messi de este asunto de la Edad Dorada de la Comedia, habla en imperfectísimo español. Pero de repente (tan de repente como puede ser el abrir una puerta y encontrar a un menor de edad satisfaciendo sexualmente a una tarta de manzana), American Pie tomaba el legado machista de Porky’s e invertía la ecuación: ahora, los calentorros jovencitos que querían sí o sí debutar eran parte del chiste, tenían tanto corazón como perversión y aun así, no abandonaban el síndrome “un chiste más zarpado que el otro” decorado con alguna que otra teta(s) suelta(s) por ahí. American Pie se hizo entonces franquicia: en todo este tiempo, sus pecados devinieron standard –y varios filmes directo a video después de las tres American Pie estrenadas en el cine- y hasta fueron felizmente sobrepasados. Ahora, bajo la excusa de la reunión del colegio secundario tan en boga, la yunta completita de la American Pie original vuelve. Pero claro, son hombres y mujeres de treinta, de-sencantados casi todos ellos, ¿qué furia juvenil puede restar? La potente respuesta es sincera y lógica: Ok, la explotación y celebración del sexo (como meta, como gag, como forma de alterar la comedia, como lugar donde puede hasta latir un cariño) se convirtieron en su materia prima, casi hasta genérica; entonces, lo que American Pie: El reencuentro hace es quedarse solamente en lo que despierta (dentro del pantalón, pollera o el traje de vinilo) ese reencuentro. Su sinceridad bestial –hecha carne el americanísimamente primitivo Stiffler, hermosa criatura que dio la saga- para con el sexo, tan infantil como progresiva, genera una comedia sincera, capaz de hacer de un plano explícito de un miembro masculino un gag que no tiene nada de gestual. American Pie no busca revolución, pero sí apela a lo soez sin jamás sentir que eso puede quitarle sentimiento (de hecho, todo lo contrario). Otra vez, por suerte, American Pie es comedia pura, sentida, salvaje. Tres adjetivos que no cualquier filme puede conjugar con tanto sentimiento (de calentura y de cariño).
Antonio de Arabia Banderas protagoniza esta épica historia de los años ‘30. Una épica que pretende ser Lawrence de Arabia , pero con una conciencia petrolera post 9/11 que está a mitad de camino entre una nota de The New Yorker y un texto de Wikipedia es, probablemente, uno de los objetos más sinceramente multiforme que la coproducción internacional (Francia, Italia y Qatar) ha producido jamás. Y eso es decir algo. Como no podía ser de otra forma, el director es Jean-Jacques Annaud, francés responsable de, no diremos clásicos, pero sí de salvajes hitazos como El nombre de la rosa y El oso que en Guantánamo deben mostrar una y otra vez. Annaud debe contar una historia ambientada en Medio Oriente en los años ‘30, a instantes del boom petrolero, cuyo epicentro es el dilema del príncipe Auda, entregado cuando niño como ofrenda de paz por papá Amar (Mark Strong, cada vez más británicamente cadavérico) a Nesib (Antonio Banderas, aquí más cerca de Robert Rodríguez que de Peter O’ Toole). Auda, criado por ese Banderas jugando al árabe tan mercachifle como maquiavélico y marido de su hija (Freida Pinto, otra vez vestida con sábanas), debe asumir el mando de un pequeño ejército que se ve obligado a cruzar un imposible desierto cuando su padre biológico reactiva la vieja guerra entre los clanes. Lo sorprendente es como el factor Lawrence de Arabia –hay hasta retazos musicales de Maurice Jarre- deviene un híbrido tóxico pero no fatal (hasta divertido) que mezcla los ribetes a la Dallas , un clasicismo de tetra brik (tan cuadrado e irresponsable, como a veces embriagador y, las más, parecido a una resaca cinéfila) y un uso gore de la política (y una política -de izquierda- del gore). Sí, hay varios instantes donde El príncipe del desierto se empetrola, no vuela, no respira, no se mueve. Pero hay momentos-oasis donde el absurdo y/o un sentido de la aventura directamente decimonónico logran aprovechar los petrodólares de los productores. El cruce del desierto, instante más físico y cinematográfico del filme, se juega con todo por la épica con corazón, por la emoción primaria y destierra esa constante arena en el zapato que es el tonito editorialista. Banderas jugando a ser el Jafar de Disney y Strong bíblico hasta para la mala actuación son los vectores que definen todas las posibilidades de El príncipe del desierto , que incluyen críticas a la industria petrolera, un final publicidad, gore casi deportivo y lecciones religiosas dichas como credos dignos de Yoda.
En un mundo artificial Adaptación animada de un clásico literario para niños. La gran contracara a Pixar (y sus “películas-para-chicos-que-son-más-para-grandes”) llegó en 2010 con Mi villano favorito . La fábula animada con más de Groucho Marx que de Frank Capra en la que la dupla Chris Renaud y Kyle Balda jugueteaba, con corazón, con la parafernalia de un Lex Luthor que descubría la paternidad, fue un medianamente ignorado instante en que la animación para chicos volvía a hablarle a lo absurdamente pueril e inventivo. Con El Lórax: En busca de la trúfula perdida 3D , Renaud y Balda vuelven a las andadas adaptando al cine el clásico de la literatura norteamericana infantil de 1971, Dr Seuss’ The Lorax , obra de Dr. Seuss (Theodor Seuss Geisel, el nombre más icónico y expansivo de la literatura infantil en los Estados Unidos). Ese carácter expansivo de Seuss, sumado a la reciente fascinación del cine hollywoodense por volver a sus relatos primaros (aquellos que educaron en lo lúdico cuando auténtico: Burton haciendo a Dahl, Jonze a Sendak, Stanton a Rice Burroughs), ha generado ya algunos olvidables Seuss en cine que no lograban condensar, ni ignorar, la potencia de visual y fonética del sinsentido con moraleja clásico de este buen doctor. El Lórax: En busca de la trúfula perdida al menos lo intenta. Toma la pequeña fábula anti industrialista de Seuss, donde el Lórax (un bicho color Gaturro, pero con bigote Coronel Cañoñes que es “la voz de los árboles”, y la de Danny De Vito hablando germánicamente en español) interviene en la construcción y caída de un imperio industrial, y, sin quitarle esa veta fundamental, agiganta el relato: lo vuelve musical y muta la historia de base en un flashback dentro del relato-aventura de un chico cansado de un mundo artificial donde hasta los árboles son plástico inflado. Visualmente El Lórax sabe aprovechar un universo preestablecido, aunque verbalmente pierde lo anárquicamente irracional del lenguaje en Seuss. El Lórax sabe mutar unos crudos personajitos del libro en definibles –por ende, vendibles- criaturitas, capaces de una ternura y potencia cómica ultrapop, quizá demasiado cercana a los Minions de Mi villano favorito . Es en su veta género, con villano incluido (con voz de Axel Kuschevatzky), donde se pierde un poco la coquetamente pueril alegría de todo el asunto.
En la compleja zona del absurdo Cuatro amigos del barrio, un cartel, un sueño y muchos cameos. No laburamos más, labura el cartel” es el lema, la zanahoria que impulsa las burradas de una pandilla de cuatro barriales amigos (Matías, Ponce, Rama y “el Gordo”). De hecho, a la Sísifo, el una y otra vez reiterado intento por vender el espacio mercachifle en una estructura publicitaria apostada en la terraza de Matías (Juan D`Andre) para, obviamente, “que labure el cartel”, fue el motor de la comedia del “rioba” (¿respuesta no intencional al “no actor” del cine argentino contemporáneo?) que caracterizó la primera forma de El Vagoneta , que desde 2008 existe como serie web, con capítulos de cinco minutos. En su primer paso en, como diría cualquiera caricaturesco personaje del filme, “el mundo del cine”, El Vagoneta, en el mundo del cine narra cómo la pandilla tiene que salvar a su Santo Grial del ficcional Ente Regulador de Carteles que, si la situación del vacío publicitario persiste, desarmará la estructura. Pero el cine, al parecer, los salvará: un tanque, el tautológico tanque comercial del momento que inunda la cartelería de la ciudad (cualquier semejanza con la irrealidad millonaria que inunda página, espacios públicos y otro rincones, obviamente, no es casualidad). En el tono del filme, donde la impostación de lugares comunes es el motor de cierto absurdo no pirotécnico (es costumbre argentina que el absurdo venga únicamente en talle XXXL), será “la película del momento” la responsable de la salvación del cartel y, por ende, del sueño comunal vagoneta. La conexión de El Vagoneta , serie web y ahora película, dirigida por Maximiliano Gutiérrez, se da antes que con la comedia contemporánea argentina (¿hay?) con la galaxia gestada en la tierra donde reina Will Ferrell: la comedia norteamericana actual. Quizá responsabilidad de la expansión a un relato superior a los cinco minutos, El Vagoneta, en el mundo del cine mantiene esas pistas del norte (los cameos de Francella a Pocho la Pantera, o la desubicación leída como clave que distorsiona y sobreexpone el día a día), pero no sabe darles un cuerpo, un sabor, una textura. Hace sentir programática, diagramada, demasiado arquitectónica la comedia (casi publicitaria): su absurdo no respira, parece, como la cartelería, diseñado para funcionar en un determinado y cuadrado marco.
Titanes en el ring La cuarta entrega enfrenta a vampiros y hombres lobo. En tiempos de vampiros más cercanos a Alberto Migré y al Partido Republicano (la, suspiren chicas, saga Crespúsculo ) que a Christopher Lee o a John Carpenter, por no mencionar la lisérgica operística de Francis Ford Coppola, Inframundo: El despertar parece descubrir la forma en que su duelo milenario entre chupasangres y licántropos adquiera, ¡por fin!, un salvajismo digno de su premisa. Sí, hay un aire a Europa del Este que traen la dupla realizadora de Måns Mårlind y Björn Stein, pero finalmente hace acto de presencia la farsa obligada a la célula fundacional de todo este asunto: la pelea grotesca, aunque en nuestro presente, súper tecnificada y hasta burocrática, de hombres lobos versus vampiros. Hasta ahora, la trifulca interracial y secreta era materia prima para ralentis y balaceras que ignoraban que Matrix está más cerca del canal Volver o integrar el fondo de una pila de juegos de Play 3 que de otra cosa. Como un adicto en rehabilitación, Inframundo: El despertar puede que conserve sus tics a la hora de la acrobacia-hecha-computadora, pero, aquí el primero de sus doce pasos, suelta a la real criatura apretujada entre tanto traje de vinilo, aire a galpón abandonado y gente que habla como si hubiera memorizado a Shakeaspeare en el Liceo Militar para Fetichistas (con orientación en violencia digna de Boina verde). ¿Quién es el monstruo que rogaba su libertad? El absurdo. Pero el absurdo, deshidratado, de Inframundo está lejos de la demagogia; coherente con sus submundos, ahora sabe a quién le habla. Con una anarquía narrativa más pulsional que intencional, el filme narra cómo Selena, la heroína de la saga (la Beckinsale comprimida en trajes de vinilo y jugando a ser la hija de Buster Keaton y el Neo de Matrix ), despierta doce años después de presenciar la muerte de su lobezno marido, para enterarse de que la guerra secreta ya no es tal, que los humanos andan reventando monstruos y que tiene una hija. La cuarta entrega de Inframundo susurra, con aliento licántropo, al exceso, a la saturación gore refinada. Física hasta lo crudamente visceral, pero aún así elegante (aunque no reniega ese aire a farsa, a lucha libre de los años ‘50 que la funda), tan felizmente salvaje en sus criaturas y su diseño como ascética a la hora de los duelos, Inframundo: El despertar es aquello que uno quiere de una lucha de Vampiros versus Hombres Lobo: un ring de catch que se sabe tal y, por ello, sonríe.
Los superpibes Hace bastante que Hollywood ha gastado la calcomanía “Con un gran poder viene una gran responsabilidad”. La pegó en las franquicias superheroicas multigeneracionales ( Spiderman , X-Men , Hulk y así hasta empezar la súper vuelta de nuevo), la pegó en las Nouvelle Superhéroes (filmes de “superhéroes” en el mundo real). Ahora llega la variante “de superhéroes” mezclada con otro formato con altísimo índice de reproducción, el falso documental casero (que quedó oficialmente inaugurado con El proyecto Blair Witch y no pudo frenar su paranormal procreación). El resultado es Poder sin límites , de Josh Trank. El filme modifica percepciones y ahí está su truco Clark Kent: la historia de tres jóvenes (el inadaptado, el copado y el Candidato a Presidente de la Escuela) que, después de tocar una cristalazo que parece descartado de un serial de los ‘30, se levantan con súper poderes. Y no sóolo eso, el inadaptado (Andrew) registra cada instante de su vida-cliché de Seattle (papá lo faja, mamá en cama con cáncer, menos chicas que en un 53 que va a un Superclásico, socialmente retraído: chico de póster para la ciudad de Nirvana); es decir, registrará cada instante del proceso de aprendizaje de los superpoderes. La idea es simple: esconder que, detrás del formato YouTube de cada clip (corren autos en el estacionamiento, vuelan por el cielo, incluso encuentran la forma de filmar sin las manos, alterando la posición de la cámara y haciendo arbitraria cada toma), late una historieta de 25 ctvs., una historia de origen menos sofisticada que la de El protector , pero fuerte y descartable en el género. Esa cruza entre el momento Jackass , ése del celebrar chabonardo que genera el aprender a volar (“Uhhhh, bolú, vuuuuuuelooooo ¡chócala!”) y el pequeño Stan Lee filmado con registro documental logra un circuito de doble vía: donde se pone raquítico un género, manda potencia el otro. Como buen mutante, Poder sin límites sonríe a dientes de melodramazo (el que se sabe, desde el paleolítico, que será el supervillano sufre tragedias personales dignas de originar un Lex Luthor) y lanza puños de superacción (la pelea final sobre el cielo de Seattle). Poder sin límites es un hallazgo superpoderoso en sus ideas.
Una de Los Rodríguez Robert Rodríguez y su museo del cine. La franquicia familiar Mini Espías de Robert Rodríguez empezó, hace once años, como travesura digna de amonestación (y, finalmente, de condecoración) en la Escuela Normal 007. Los espías infantes usaron como combustible la furia casera, cinéfila y familiera del tex-mex que llama a Tarantino su hermano y que bautizo a sus hijos como Rocket, Racer o Rebel. Rodríguez hizo a su saga un museo del cine, donde desde su propia productora usaba recursos mercachifles como si fueran cohetes en fin de año. Pero el infantilismo en Rodríguez es lo que lo hace recorrer el cine como juguetería que puede salvar al mundo: al fin y al cabo, sus relatos para el público infantil (que no se limitan a los Mini Espías ) no son otra cosa que la versión maxigrande pero palpable, en su berretada intencional, de un juego entre niños en un patio. Rodríguez vuelve, ocho años después, a su escuela de punk supersecreta. A pesar del formateo de los protagonistas, Rodríguez mantiene la idea de salvar el mundo desde la casita del árbol. Pero construida por Iron Man. Salvo que ahora Jessica Alba (divertida, aunque un poco maniquí, en su papel de Ethan Hunt embarazada) es madrastra y su pasado de chica Bond vuelve bajo la forma de una supervillana cara-de-reloj que persigue al nuevo dúo de niños protagonista. Otra vez batiendo, que no mezclando, una inventiva de nene que tomó 7 litros de gaseosa, Rodríguez brilla en cuando se pone forajido en el reciclaje de imágenes: esos villanos con rostro de reloj (tan de serie de Batman en los ‘60), esas ideas 3D que Rodríguez usaba hereje cuando Cameron recién bocetaba la catedral Avatar , el sentimiento de fondo esta haciéndose el asado del domingo. Obvio, está la torpeza, en forma de escatología que parece diseñada por gente que usa crayones, y también esta ese agotamiento que, materialismo mediante, necesita ideas-objetos para seguir haciendo chicles globos capaz de dar la vuelta al mundo. Pero cuando respira, Rodríguez se confirma un salvaje sub-18, que no da concesiones, cuya impericia vale menos, mucho menos, que su ausencia de filtro. Rodríguez es salvaje donde todos, pero todos, son adultos. Si no puede con su niño interno, entonces Rodríguez lo armara (y amará) hasta los dientes. O crecerá en el intento.
Qué pareja de gemelos Adam Sandler interpreta a un hombre y una mujer. Y el filme sorprende. Happy Madison, la productora de Adam Sandler, tan efectiva en la taquilla como maltratada por la crítica, venía de un porrazo: el megafracaso de la recién editada en DVD en la Argentina Dotado para triunfar . Encima, la base del nuevo Adam Sandler, Jack y Jill , era demencial: Sandler iba a interpretar a un dúo de gemelos, Jack y Jill, hermano y hermana. Sandler como drag queen intencionalmente mal disimulada era una idea terrorífica si se consideraba que el actor había abandonado su anarquía bobalicona a la John Waters en pos de una seriedad que reduce a estereotipo y fórmula todas sus viejas anarquías. Pero Jack y Jill sorprende: donde se esperaba un Titanic, hay un bote inflable. Tonto, sentimentaloide y, sorpresivamente, físicamente cómico. Jack (Sandler hombre) recibe la visita de su bombástica y neoyorquina gemela Jill (Sandler vestido como la Tota), detestada por su consanguíneo, pero adorada por el resto de su familia lo que genera la forzada estadía de Jill. Lo que parece una broma sobre vestirse de mujer termina siendo eso: reírse del ridículo, potenciar su distorsión de lo sexual, flirtear con una versión castrada pero aun así presente en el mainstream de Divine, la gigante del cine camp y escatológico de John Waters. La cita a Divine no es sólo para turismo cinéfilo: es para sintonizar Jack y Jill dentro de un tablero más acorde a sus movidas salvajes. Quizá resultado de la división salomónica de roles (Jack como el Sandler mercachifle, serio, mala onda; Jill como el Sandler criatura encantadoramente destructora) y otra razón que la alteridad, los niños comienzan a pegarse animales en su cuerpo, Johnny Depp actúa un ratito más natural que nunca, los efectos digitales (ese jet ski en caída libre) son coherentes con ese maquillaje de filme de Olmedo y Porcel. Ni hablar del milagro que destruye los molinos sentimentales de Sandler, esos que frenan su vuelta a la demencia: Al Pacino, haciendo de sí mismo, pero superando la instancia del cameo, y convirtiéndose en un comediante furioso, desbocado, todo-lo-puede (¡hasta rapea!). Pacino logra convertirse en la brújula para mostrar que cuando Jack y Jill se pone los-hermanos-sean-unidos se equivoca de dirección.
Un cine en extinción Una película de aventuras de clase B y orgullosa de serlo. Hace algunos años se estrenó Viaje al centro de la Tierra , un mezcladito (al estilo jarra loca) donde de forma refrescante se apretaban el actor Brendan Fraser, la potencia visual y excusa argumental de Julio Verne y una animación berreta en 3D. Cuando nadie lo esperaba, el menjunje de clase B (de berreta, pero también de bonachón) vuelve. En Viaje 2: La isla misteriosa sale Fraser, y entra Dwayne Johnson, 132 kilos de músculos que ha demostrado un talento favorablemente maleable. Johnson es un ex luchador de catch (The Rock) que ya hizo el vía crucis Schwarzenegger (pasó de muñeco inflable de acción a realizar una película familiar donde interpretaba al… ¡hada de los dientes!). Todo para pegar un volantazo y volver al barrio de la acción sin que eso implique no poder jugar en Viaje 2 . Es en Johnson donde se edifica la película: solo una pila de músculos con talento es capaz de sostener un filme así y hacerlo rodar, convertirlo en un pequeño y maravilloso mundo. En el filme de Brad Peyton, el rocoso es el padrastro del niño que linkea ambos filmes (el insípido Josh Hutcherson) y para ganárselo lo lleva a cumplir el sueño de todo “verniano”: ir a la Isla Misteriosa, lugar al que pueden llegar gracias a que el perdido abuelo (Michael Caine, perfecto y narcótico antídoto a los males de la galaxia) les mando in situ un mapa del asunto. Una vez en la isla (tras estrellarse, y obligando a la aventura a papá Luis Guzmán e hija Vanessa Hudgens), deberán cruzarla antes se hunda. Y listo. Ese “y listo” viene como celebración de una película pequeña, que zumba antes que dormirse en su cast de descastados. Todos poseen el perfecto tono sardónico que un filme así necesita: la Roca hace jueguito con sus tetas y cerezas, Caine cabalga una abeja, Guzmán sobrevive a la tortura de hacer de cómic relief infantil. Es más, Hudgens, ex High School Musical , como caramelito visual da hincapié a un plano (ella, escapando en cuclillas, filmada de atrás) que da cuenta de ese salvajismo que existe en Viaje 2 . Un imaginario simple, real pero agigantado (elefantes minúsculos, gorriones como la mayor amenaza, un hermoso diseño del Nautilus), dispuesto en cuerpos felices, conscientes, capaces de saturar de irrealidad ese mundo, pero no de quitar la aventura ni el cine. Ahí está el secreto de Viaje 2 . Una película feliz, julioverniana , rocosa, de casting y bichos cargados de cine, de una simpleza que, cuando se salva del tropezón, hace con orgullo, ideas y pasión un cine casi en extinción y necesario.
Una técnica que agiganta la fantasía Animación latina hecha a pulmotor. Una pena que Luminaris , maravilla animada por Juan Pablo Zaramella, no pasó de la preselección en su camino hacía el Oscar al mejor corto animado. Quizás si eso sucedía, hubiera permitido echar una luz (ya sea de 25 watts o de reflector del Kodak Theatre) en la animación latinoamericana, hecha más a pulmotor que desde el destruye-relatos “¡Hay que llegar a las vacaciones de invierno!” hecho con franquicias de caricaturas hartopopulare. Walter Tournier es un nombre clave en ese Everest escalado con escarbadientes que es animar en Latinoamérica y Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe , es un hito dentro de una carrera dedicada a la animación en Uruguay. Tournier, artesano, decide para su primer largo tomar la historia de Alexander Selkirk, un marinero escocés que vivió a lo Náufrago (¿se acuerdan? ¿Tom Hanks con barba de Castells y que tenía por mejor amigo una pelota de vóley?), pero en pleno siglo XVII y sin sponsor de FedEx. La historia del MacGyver Selkirk, se rumorea, inspiró en parte el clásico de Dafoe Robinson Crusoe . Y a nivel técnica, Tournier apela, mayoritariamente, a la huella humana del stop motion, la animación cuadro por cuadro de objetos, que suele asociarse a filmes burtonianos como El extraño mundo de Jack y El cadáver de la novia . De hecho, aunque el imaginario pirata esté más cerca de Jack Sparrow, un Depp sin Burton, los diseños de los personajes se acercan en su fisonomía a El cadáver de la novia . Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe gana cuando pirata, cuando muestra la vida en bar y en galeón de un grupúsculo de corsarios, cuando reduce su comedia a la caricatura. Hay una mezcla perfecta entre sincero diseño de personajes, de gracia basada en la caricatura, y entre la artesanía sentida, en esos laburados minisets, en cómo la técnica agiganta la fantasía sin perder nunca el rastro de sacrificio (pero tampoco haciéndolo lo primerísimo). Cuando los piratas se ponen Sparrow, cuando las bromas son ñoñas pero coherentes, cuando las canciones huelen a candombe y a alegría, Selkirk funciona a todos sus niveles. Pero cuando Selkirk deja de narrar la historia de cómo Selkirk, a partir de las apuestas, hace enojar a sus compañeros de tripulación y se dedica a mostrar cómo Selkirk se las arregla para empezar a vivir y a crear un hogar en la isla donde lo abandonan, ahí la película gana en belleza lo que pierde en narración. No es que haya torpeza narrativa, es que el ritmo pirata venía con viento a favor, con personajes para tener en la mesita de luz, y de repente todo se convierte en otro filme, uno con más inventiva visual, pero también con más moralejas sobre el materialismo. Aun así, es una película que debería atesorarse: un genuino film, y no un intento, de animación y sacrificio.