Supersticiones de medio pelo
“Cuentos de Halloween” es una película-ómnibus en la que 11 directores hilvanan historias de terror de la noche de brujas, con resultados bastante inocuos.
"Dulce o truco” es el mantra que se repite en esta tradición foránea que suele escandalizar a los guardianes vernáculos de cultos oficiales (y mayoritarios). La objeción frente a esta festividad pagana no debería recaer en la presunta e irreparable invasión de credos exógenos, sino más bien en un hecho verificable: inspira malas películas.
Cuentos de Halloween es un filme-ómnibus; muchos directores, varios cortos unidos, una unidad temática, una sola película. A partir de la pretérita “noche de brujas”, proveniente de los celtas y resignificada toscamente por la cultura consumista de Estados Unidos, varios realizadores de poco peso imaginan algunas historias con ese fondo supersticioso. La providencia no quiso en este caso que la creatividad, o al menos el ingenio, elevase una festividad bastante anodina para ahondar acerca de la obsesión que se le dispensa globalmente, o en su defecto procurar entender el horror al que se la asocia.
Hay, sí, un esbozo involuntario, dada la repetición de un signo en varios de los cortos, por el que se insinúa el principal mecanismo de transmisión del evento: el consumo de películas sobre el tema. En efecto, en varias historias los protagonistas miran películas de Halloween, y de ahí se predica su reproducción simbólica, la cual perpetúa una fiesta muy conveniente para los fabricantes de dulces y chocolates (y los odontólogos).
Los principales móviles de los cuentos son aquí la venganza y el cumplimiento de las perversiones, o la combinación de ambos. Por ejemplo, en la sección titulada Truco, unos niños atacan organizadamente una casa en la que se ve a dos parejas que en un primer momento parecen entregadas a las drogas, aunque posteriormente se descubrirá que sus pasiones privadas pasan por la experimentación científica, como si retomaran las viejas prácticas inhumanas de los médicos nazis dispuestos a jugar ilimitadamente con el cuerpo humano. El segmento más bizarro introduce en el universo simbólico la presencia de alienígenas, y en su ridiculez extrema hasta casi se confunde con un giro de genialidad impredecible.
Los guiños cinéfilos, por otra parte, tampoco alcanzan para redimir la propuesta. En la mejor historia, el gran Joe Dante tiene un cameo como un científico corrupto de una corporación maligna. El cierre de este cuento regala el mejor plano de toda la película, una panorámica en el que miles de calabazas están alineadas como si se tratara de un ejército. En otros cuentos aparecen otros dos directos legendarios: Stuart Gordon y John Landis, íconos del género, que de haber estado detrás de cámara habrían conjurado la pobreza manifiesta de cada capítulo.
Alguna escena logrará el objetivo de producir la incomodidad que despierta el miedo; algún segmento hasta pueda entretener, pero nada estará a la altura de la secuencia inicial de títulos. La promesa de esa apertura durará poco y la insignificancia cinematográfica se impondrá con la misma vehemencia de la mayoría de las supersticiones.