Al igual que Hacerme feriante, en Cuerpo de letra Julián D’Angiolillo retrata de manera cautivante un aceitado universo de transacciones espurias. En el submundo de las pintadas políticas, solo visible a través de las marcas que deja en forma de coloridos nombres de candidatos y de las firmas de sus autores, el director encuentra a unos personajes que habrán de atravesar distintos registros, desde el claramente ficcional del comienzo hasta el más documental de la última parte. La elección del lugar, el momento de pintar, la forma en que sobreviven los chicos, cómo es que se reparten las distintas zonas como si fueran territorios; la película descubre una realidad inédita con un complejo entramado de órdenes y jerarquías. Los grupos que pintan para candidatos enfrentados guerrean entre ellos por la conquista de los espacios, pero permanecen totalmente ajenos a la cosa política que publicitan sus aerosoles y pinceles. Durante los días previos a las últimas elecciones legislativas, esa tensión estalla y el mundo descubierto por Cuerpo de letra entra en una notable ebullición: la cena previa a las pintadas, la preparación de los colores, el viaje al sitio, el apuro por pintar antes que el otro, la amenaza constante que suponen los rivales; todo es velocidad y nervio, cine verdaderamente urgente que con su vitalidad pone en evidencia todo el cálculo y la falsedad de las películas que se proclaman a sí mismas como “sociales”.