“Ese” parece decir una voz, fuera de campo, mientras en cuadro los autos siguen pasando a toda velocidad, en un flujo modesto de madrugada, por la vía de una autopista. “¡Ese!”, ahora, más alta, en cuadro, la voz, sobreponiéndose al rumor de los motores, tiene un cuerpo y es el de un joven de unos treinta años, vestido con ropa deportiva, que llama sin desesperación aunque sí con algo de urgencia al tal Eze que yace ¿dormido? ¿desvanecido? en el cantero central que separa ambos corredores de la autopista. El joven observa por un momento hacia su izquierda y se aventura sobre el asfalto, sorteando el paso de los autos, para rescatar a su compañero. Más o menos precisa en los detalles, la descripción pretende dar cuenta de lo que sucede en una de las primeras escenas de Cuerpo de letra, y si fracasa es por la dificultad de traducir en palabras ese clima ominoso y enrarecido que compone el director como marco de acción de sus personajes en esta escena preliminar que oficia, a su vez, como botón de muestra de lo que será el resto del metraje.
Estrenada en el último BAFICI, Cuerpo de letra, el opus dos de Julián D´Angiolillo, no puede dejar de sindicarse en la brecha abierta por el nuevo cine argentino, aunque más no sea por su decisión de trabajar sobre cierto recorte del universo de los marginados, uno de los campos temáticos dilectos de esta tradición. Sin embargo, quizá su más estrecha filiación convenga rastrearla en el antecedente más inmediato de Mauro, la ópera prima de Hernán Rosselli, vista en la edición 2014 del mismo festival. Ambas películas comparten un evidente desapego por ciertas formas codificadas de narrar la marginalidad (observacionismo moroso, tiempos muertos, esteticismo de la pobreza, etc.) y apuestan a un grado de desquicio del realismo tensándolo hasta un límite que no perturbe el entendimiento de la experiencia que se pretende transmitir. El alumbramiento de una nueva mancha temática solicita una forma original de abordarla, capaz de sobreexigirla en su material. Cuando esto sucede, el resultado suele dar grandes películas como Mauro o Cuerpo de letra.
Así, Rosselli encara la historia de un falsificador de billetes con un montaje vertiginoso que enfatiza las elipsis eliminando todo tiempo muerto de sus personajes para transferir la experiencia de un fatigado hombre de clase media venida a menos que no puede darse el lujo de detener su cuerpo-maquinaria más que para cumplir con sus necesidades fisiológicas, fumar un pucho o echarse un polvo, ni mucho menos permitirse el gesto romántico de “largarlo todo y escapar a la naturaleza” (como le vimos hacer a varios personajes del NCA).
Por su parte, D´Angiolillo encuentra a sus personajes en una experiencia similar a la que atraviesa el Mauro de Rosselli: la del ganapán, la del “ir tirando día a día”; aunque vale destacar que la trabaja con recursos más radicales. En Cuerpo de letra Ezequiel es un joven de unos treinta años que se gana la vida con todo tipo de trabajos, cuyo común denominador diríase que es la publicidad en un sentido amplio: pintar muros con propaganda política, pintar pasacalles con mensajes de ocasión (ya sea una declaración de amor, la publicidad de una gomería o el agradecimiento devoto a algún santo) y hasta oficiar de locutor de propagandas que luego una avioneta se encarga de desperdigar por el aire de la ciudad. D´Angiolillo parece componer la historia de su personaje replicando el método que éste utiliza para pintar los muros con propaganda política: sobre la pintada anterior, un blanqueo con cal y antes de que se seque ya se traza la nueva inscripción. Así, capa sobre capa, la trama va y viene en un contrapunto incesante que desdibuja las referencias temporales del día a día cronológico para componer un presente continuo que encuentra indiferentemente a Ezequiel en una u otra ocupación, pero que no impide que en cada resquicio del film se cuelen las marcas históricas de su tiempo.
En Cuerpo de letra, su director echa mano a un repertorio muy libre de recursos: movimientos de cámara y encuadres algo heterodoxos, montaje por fundidos encadenados, un uso creativísimo del sonido (en algún tramo el del paso periódico de los autos parece querer remedar el del mar, en pleno centro neurálgico de una ciudad); todo ello en dosis contenidas siempre en función de la trama y sus personajes. Hay una genial panorámica de la autopista con las patrullas de pintores de muros en acción, en la que pertinentemente entra en cuadro la parte lindante de la ciudad, que se sostiene el tiempo suficiente para delatar la presencia perturbadora de esa ingeniería de hierros y hormigón hasta convertirla casi en una postal post-apocalíptica (¿una escena salida de la versión de El Eternauta que Martel no llegó a filmar? Podría ser).
Por suerte, esta torsión del realismo que ensayan los directores de Mauro y de Cuerpo de letra no vira hacia la sordidez que en tantos otros films funciona como un gozoso punto de partida y de llegada, y, en cambio, prestan atención a aquellos momentos en que sus personajes desplazados hacia los márgenes por el sistema (más no expulsados, en la medida en que le son necesarios) tienen su momento de redención y no son sólo un cuerpo explotado al servicio de otros, sino individuos en pleno ejercicio de su vitalidad. Así, los personajes de Mauro, en una posible filiación arltiana, pueden pensarse como personajes de clase media en desgracia que, aun en su apocamiento existencial, conservan el deseo siempre renovado de dar el batacazo para “salir de pobres”: los billetes de Rosas son para Mauro lo que la rosa de cobre era para Erdosain. En Cuerpo de letra Ezequiel tiene como capital una técnica artística que, aunque esté al servicio de quienes le contratan, no le impide en cierto grado sentir como propio el fruto de su trabajo. El grupo de cumbia en el que es presentador y músico funciona también como un ambiente para la realización personal del personaje, al igual que las calles del barrio donde todos parecen conocerse, y en las que tiene lugar una de las últimas escenas de la película en la cual vemos a Ezequiel conducir su moto, acompañado por un amigo, mientras, con estilo chancero, va saludando a sus vecinos, hasta llegar a una escuela para votar.
Quizá haya que pensar un buen rato para recordar una secuencia del cine nacional reciente que tenga la potencia de esta última de Cuerpo de letra. Aquí D´Angiolillo se gasta un atrevimiento final y en el más cívico de todos los días del calendario transgrede, mediante un subterfugio, esa decencia ciudadana que los candidatos suelen mentar ante cámara después de votar, para que un último ramalazo de vida vuelva a estallar sobre el final de su film acompañando a su personaje hasta el interior mismo del cuarto oscuro.