“Ese” parece decir una voz, fuera de campo, mientras en cuadro los autos siguen pasando a toda velocidad, en un flujo modesto de madrugada, por la vía de una autopista. “¡Ese!”, ahora, más alta, en cuadro, la voz, sobreponiéndose al rumor de los motores, tiene un cuerpo y es el de un joven de unos treinta años, vestido con ropa deportiva, que llama sin desesperación aunque sí con algo de urgencia al tal Eze que yace ¿dormido? ¿desvanecido? en el cantero central que separa ambos corredores de la autopista. El joven observa por un momento hacia su izquierda y se aventura sobre el asfalto, sorteando el paso de los autos, para rescatar a su compañero. Más o menos precisa en los detalles, la descripción pretende dar cuenta de lo que sucede en una de las primeras escenas de Cuerpo de letra, y si fracasa es por la dificultad de traducir en palabras ese clima ominoso y enrarecido que compone el director como marco de acción de sus personajes en esta escena preliminar que oficia, a su vez, como botón de muestra de lo que será el resto del metraje. Estrenada en el último BAFICI, Cuerpo de letra, el opus dos de Julián D´Angiolillo, no puede dejar de sindicarse en la brecha abierta por el nuevo cine argentino, aunque más no sea por su decisión de trabajar sobre cierto recorte del universo de los marginados, uno de los campos temáticos dilectos de esta tradición. Sin embargo, quizá su más estrecha filiación convenga rastrearla en el antecedente más inmediato de Mauro, la ópera prima de Hernán Rosselli, vista en la edición 2014 del mismo festival. Ambas películas comparten un evidente desapego por ciertas formas codificadas de narrar la marginalidad (observacionismo moroso, tiempos muertos, esteticismo de la pobreza, etc.) y apuestan a un grado de desquicio del realismo tensándolo hasta un límite que no perturbe el entendimiento de la experiencia que se pretende transmitir. El alumbramiento de una nueva mancha temática solicita una forma original de abordarla, capaz de sobreexigirla en su material. Cuando esto sucede, el resultado suele dar grandes películas como Mauro o Cuerpo de letra. Así, Rosselli encara la historia de un falsificador de billetes con un montaje vertiginoso que enfatiza las elipsis eliminando todo tiempo muerto de sus personajes para transferir la experiencia de un fatigado hombre de clase media venida a menos que no puede darse el lujo de detener su cuerpo-maquinaria más que para cumplir con sus necesidades fisiológicas, fumar un pucho o echarse un polvo, ni mucho menos permitirse el gesto romántico de “largarlo todo y escapar a la naturaleza” (como le vimos hacer a varios personajes del NCA). Por su parte, D´Angiolillo encuentra a sus personajes en una experiencia similar a la que atraviesa el Mauro de Rosselli: la del ganapán, la del “ir tirando día a día”; aunque vale destacar que la trabaja con recursos más radicales. En Cuerpo de letra Ezequiel es un joven de unos treinta años que se gana la vida con todo tipo de trabajos, cuyo común denominador diríase que es la publicidad en un sentido amplio: pintar muros con propaganda política, pintar pasacalles con mensajes de ocasión (ya sea una declaración de amor, la publicidad de una gomería o el agradecimiento devoto a algún santo) y hasta oficiar de locutor de propagandas que luego una avioneta se encarga de desperdigar por el aire de la ciudad. D´Angiolillo parece componer la historia de su personaje replicando el método que éste utiliza para pintar los muros con propaganda política: sobre la pintada anterior, un blanqueo con cal y antes de que se seque ya se traza la nueva inscripción. Así, capa sobre capa, la trama va y viene en un contrapunto incesante que desdibuja las referencias temporales del día a día cronológico para componer un presente continuo que encuentra indiferentemente a Ezequiel en una u otra ocupación, pero que no impide que en cada resquicio del film se cuelen las marcas históricas de su tiempo. En Cuerpo de letra, su director echa mano a un repertorio muy libre de recursos: movimientos de cámara y encuadres algo heterodoxos, montaje por fundidos encadenados, un uso creativísimo del sonido (en algún tramo el del paso periódico de los autos parece querer remedar el del mar, en pleno centro neurálgico de una ciudad); todo ello en dosis contenidas siempre en función de la trama y sus personajes. Hay una genial panorámica de la autopista con las patrullas de pintores de muros en acción, en la que pertinentemente entra en cuadro la parte lindante de la ciudad, que se sostiene el tiempo suficiente para delatar la presencia perturbadora de esa ingeniería de hierros y hormigón hasta convertirla casi en una postal post-apocalíptica (¿una escena salida de la versión de El Eternauta que Martel no llegó a filmar? Podría ser). Por suerte, esta torsión del realismo que ensayan los directores de Mauro y de Cuerpo de letra no vira hacia la sordidez que en tantos otros films funciona como un gozoso punto de partida y de llegada, y, en cambio, prestan atención a aquellos momentos en que sus personajes desplazados hacia los márgenes por el sistema (más no expulsados, en la medida en que le son necesarios) tienen su momento de redención y no son sólo un cuerpo explotado al servicio de otros, sino individuos en pleno ejercicio de su vitalidad. Así, los personajes de Mauro, en una posible filiación arltiana, pueden pensarse como personajes de clase media en desgracia que, aun en su apocamiento existencial, conservan el deseo siempre renovado de dar el batacazo para “salir de pobres”: los billetes de Rosas son para Mauro lo que la rosa de cobre era para Erdosain. En Cuerpo de letra Ezequiel tiene como capital una técnica artística que, aunque esté al servicio de quienes le contratan, no le impide en cierto grado sentir como propio el fruto de su trabajo. El grupo de cumbia en el que es presentador y músico funciona también como un ambiente para la realización personal del personaje, al igual que las calles del barrio donde todos parecen conocerse, y en las que tiene lugar una de las últimas escenas de la película en la cual vemos a Ezequiel conducir su moto, acompañado por un amigo, mientras, con estilo chancero, va saludando a sus vecinos, hasta llegar a una escuela para votar. Quizá haya que pensar un buen rato para recordar una secuencia del cine nacional reciente que tenga la potencia de esta última de Cuerpo de letra. Aquí D´Angiolillo se gasta un atrevimiento final y en el más cívico de todos los días del calendario transgrede, mediante un subterfugio, esa decencia ciudadana que los candidatos suelen mentar ante cámara después de votar, para que un último ramalazo de vida vuelva a estallar sobre el final de su film acompañando a su personaje hasta el interior mismo del cuarto oscuro.
Algunas reflexiones sobre “Si je suis perdu c’est pas grave” En youtube se puede ver un video que documenta el estreno de la primera película de Fassbinder en el Festival de Berlín allá por 1969. Al final de la proyección de El amor es más frío que la muerte el director alemán sube al escenario acompañado por el protagonista del film y desdeña, con la misma impronta anarco-punk con que encarna a varios personajes de sus películas, las reacciones de los espectadores que se disputan entre acalorados vítores y lapidarias acusaciones de diletantismo. Contemplada a casi cincuenta años de distancia, probablemente se le pueda reprochar a esa inusitada efervescencia del público cierto esnobismo, a tono con aquellos años de revuelta cultural. Así y todo, en los tiempos que corren podríamos cada tanto hacer el ejercicio no de remedar sino, al menos, de recordar que existen otras formas de acusar recibo de las películas bien diferentes de las actuales, teñidas de un conformismo y una corrección política que muchas veces no hacen más que poner en espejo lo que se acaba de ver en pantalla. Esto, entre otras cosas, pensaba hace unos días luego de ver, en el marco de la muestra itinerante del BAFICI en Rosario, Si estoy perdido no es grave, la última película de Santiago Loza. Cómodo en mi butaca para presenciar la charla de rigor con el director, tenía la esperanza de que alguien menos cobarde que yo le hiciera algún señalamiento sagaz, aunque sea remotamente. Esto no sucedió. Todo transcurrió de acuerdo al protocolo de ese género discursivo internacionalista conocido por sus siglas en inglés como Q&A (alternadamente el público Q y el director A). El resultado fue apenas un tímido intercambio de preguntas comodín del tipo “¿Cómo fue el trabajo con los actores?” que algún especctador generoso profirió en automático para conjurar el mutismo que se había apoderado de la sala. La película de Loza llega a las salas con el espaldarazo de varios artículos críticos que, tras endosarle dos o tres halagos templados, delatan su apuro por salir del paso sin detenerse en lo que la película tiene de fallido, teniendo en cuenta la apreciable diferencia entre aquello que se propone y aquello que finalmente consigue. Hacer una película no sobre un continente -que para un extranjero resulta siempre una abstracción (sic)-, sino sobre la intimidad de un grupo de actores reunidos en una ciudad francesa para concurrir a un taller de actuación: esto es lo que enuncia, didáctica, al mejor estilo Llinás y luego de dar varios rodeos verbales, una voz en off femenina al comienzo del film. La decisión de que esta voz, que irá puntuando el resto de la película, esté articulada en melodioso francés parece responder menos al hecho de que el film transcurra en Francia que a una implícita adscripción de su director al díctum de otra voz en off cercana en el tiempo del cine argentino -la del personaje de Rafael Spregelburd en la película El crítico– de acuerdo con el cual la voz en off en francés es más sofisticada y cuadra mejor al oído del espectador culto. Ergo, agrega ahora este ignoto cronista, cualquier enunciado traducido a la sonoridad delicada de esta lengua quedará nimbado por su legitimidad y pasará a ser considerado poco menos que una pieza de reflexión filosófica. El hecho de pensarse como un genérico extranjero en vez de asumir su condición de argentino en Europa parece darle a Loza la excusa perfecta para soltar amarras a las condiciones socio-históricas y culturales que configuran esa conflictiva relación y así abocarse sin impedimentos a indagar en la intimidad de sus personajes. Lo cierto es que, desprovista de estas variables, la intimidad no puede ser más que un rosario de rezongos. No hay personas ni personajes, sólo figuras abstractas sobre fondos de postales turísticas. De hecho ese terreno impreciso entre el documental y la ficción sobre el que Loza elige trabajar parece ser más una contraseña para el acceso a festivales que un recurso con el cual se intente decir algo nuevo. Puede pensarse como un síntoma de esta Argentina políticamente convulsionada la decisión de varios cineastas de ir a buscar al exterior un piso de bienestar primermundista que les permita divagar sin culpas sobre los mundos privados de sus personajes. Quien haya visto Abril en NuevaYork, de Martín Piroyansky, sabrá de qué estoy hablando. Adrián Suar es, en ese sentido, menos culposo: muestra en sus películas la Buenos Aires que se quiere europea y no se priva de bajar línea cuando lo cree necesario. El resultado de Si estoy perdido no es grave, o, mejor en francés, Si je suis perdu c´est pas grave, es, paradójicamente, una película que replica a su pesar la mirada que el argentino medio tiene sobre Europa, con predilección sobre Francia. Sólo allí, en ese paraíso transoceánico, está la promesa de una vida placentera sin injerencia de factores externos que osen perturbarla. Los trenes llegando rigurosamente a horario y la pulcritud de los espacios públicos funcionando como el epítome de la eficiencia: su visionado puede producir en más de un incauto un efecto similar al del sonido de las campanillas en los perros de Pavlov.
Universo proletario recortado para un panfleto Las dictaduras ya no son lo que eran. De lo contrario, no se explica cómo a los censores bolivarianos se les puede haber pasado por alto una película como Pelo malo en vez de haberla mandado directo a la quema tras rubricarla con un matasellos con la leyenda basura contrarrevolucionaria. Bien al sur de Sudamérica somos algo más incrédulos respecto a las posibilidades de una revolución (de los trabajadores, al menos), vista la buena salud que gozan nuestras burguesías, que suele ser directamente proporcional a su habilidad de teñir con su propio descontento el humor de una nación; por lo tanto, preferimos catalogar a Pelo malo simplemente como panfleto reaccionario. Panfleto sofisticado, sí, teniendo en cuenta que se toma el trabajo de ocultar sagazmente sus marcas de enunciación en los pliegues de una sinuosa historia, narrada en un convencional registro realista, de una trabajadora venezolana desempleada y su hijo de unos ocho años, banco de pruebas de las miserias más bajas de su sociedad; pero panfleto al fin. Es que Rondón, su directora, comete la ¿torpeza? que cineastas de talla reconocen como un riesgo imposible de tomar y salir airoso a su vez: expresar el descontento de su propia clase ante un trauma político utilizando vicariamente para ello a una clase subalterna. En el caso de Pelo malo, este hecho tiene el agravante de que, nada casualmente, su directora posa su mirada implacable sobre la misma clase que el poder político a cargo del gobierno de su país se arroga representar y con el cual a su vez no pocos se sienten legítimamente representados. La sinopsis es mínima y no conviene recomponerla, en tanto ese drama íntimo no parece ser otra cosa que la coartada de Rondón para que se luzcan sus desmerecidos personajes. Así, lo único que parece tener claro Marta, la trabajadora desempleada en cuestión, es la necesidad de recuperar como sea su trabajo como vigilante privada. Por lo demás, detenta una conciencia casi premoderna, un repertorio donde no faltan dosis de homofobia, de obscenidad y de desaprensión hacia sus hijos, al punto tal de no poder llamar al más pequeño por su nombre propio (en caso de que lo tuviera) porque al parecer en el enrevesado universo proletario alla Rondón las personas pueden carecer hasta de ese gesto primigenio que consiste en darles un nombre a quienes se incorporan al mundo. Pero la cifra de su ignorancia la da el episodio en que Marta acompaña a su hijo al médico y el niño le pide a éste que le revise el coxis para despejar las dudas de su madre, quien sospecha que allí podría estar creciéndole una “cola”, hecho que a su vez explicaría los comportamientos “raros” de su hijo. Curiosa regresión al universo temático del realismo mágico cuando ya se lo consideraba superado, a menos que se la entienda como un guiño a pedir de boca del gusto europeo. La política se presenta como lo ominoso por antonomasia. Lo invade todo, imposible escapar de ella, sobre todo mientras se transita la calle o mientras en la privacidad del hogar está encendida laTV. Y aquí se libra, a pesar de su directora, una interesante contienda entre la capacidad documental del cine para registrar en este caso la información de la calle, un espacio donde parece sentirse más cómodo el oficialismo político con murales que buscan asentar la imagen de una revolución triunfante, y, del otro lado, la capacidad de la TV de indiciar lo real a partir de un hecho particular que se anuncia con la neutralidad de un dato duro. Por esta parcialidad parece pronunciarse Rondón, si se lee con detenimiento el episodio en el que Marta, en un último intento por recuperar su trabajo, recibe en casa a su jefe con la excusa de una cena. Ante la indiferencia de los personajes, para quienes la cosa política parece ser algo incomprensible que pasa por el costado de sus vidas (a propósito, toda una declaración de principios de la propia directora), la TV sintonizada en un noticiero da la primicia de un hombre que mató salvajemente a su madre, como sacrificio para la mejora de la salud de Hugo Chávez, a pedido de Dios, luego de que éste se le presentara en un sueño. Curiosa defección del cine por parte de la propia directora, quien ante la inminente derrota por no lograr con sus herramientas aprehender esa escalada irracional que pretende retratar, decide entonces sin contemplaciones ceder a la TV la representación de lo real, aceptando en ese desplazamiento que una noticia sensacionalista no sometida a réplica se presente poco menos que como verdad revelada y funcione como sinécdoque de una supuesta realidad nacional. ¿Qué nos dice entonces Pelo malo acerca de esa Venezuela contemporánea que su directora quiere retratar? Desafortunadamente, nada muy diferente a lo que desde un buen tiempo a esta parte nos llega a través de medios como la CNN y sus satélites nacionales, quienes, con una impostada preocupación por lo latinoamericano, insisten en la manifiesta polarización política venezolana ocultando sus matices y su devenir histórico, no solo para confundir acerca de la realidad de ese país sino para que en esa misma jugada se midan en ese espejo deformado los demás populismos del subcontinente. Entonces es por demás comprensible que como espectadores, ante películas como ésta, nos quedemos con las ganas de conocer en qué consistiría esa pretendida lucidez de las clases medias en base a la cual se arrogan una autoridad moral que no vacila a la hora de utilizar a las clases menos favorecidas de la sociedad para defender sus propios y velados intereses. Seguiremos entonces aguardando por esa película de Rondón en la que su implacable mirada se deslice esta vez hacia su propia clase que, vale recordarlo, en Pelo malo permanece en un estricto y nada inocente fuera de campo.
La belleza sometida Difícil pensar la sólida ópera prima de Daniela Seggiaro (Salta, 1979) por fuera de la herencia de la –en este caso perfecta– primera película de Lucrecia Martel. Si en La ciénaga Martel creó un universo narrativo que volvió a explorar con variantes en sus dos siguientes largometrajes, puede decirse que también buena parte del cine argentino post 2001 abrevó en esa misma fuente; no sólo en busca de recursos formales que la directora salteña supo explotar con maestría, sino (y principalmente) tras los pasos de una forma con la cual representar la complejidad de la vida en sociedad en su tenso equilibrio. En todo caso, repasar, pretendiendo que funcionan allí como meras citas, los elementos de Nosilatiaj que remiten a La ciénaga, puede convertir el análisis de la película en un juego de señalar coincidencias, vana tarea. Vale, sí, destacar que entre los motivos que recuerdan el universo marteliano –el cuidado en el habla de los personajes, los niños arracimados alborotando la casa, la figura materna articuladora de la familia– Seggiaro elige tematizar uno que en las películas de Martel funcionaba como un engranaje más de su maquinaria narrativa: la relación patrón-criado. La dialéctica de este conflictivo vínculo cobra vida en una trama narrativamente sencilla: Yolanda, una adolescente wichí, trabaja como criada cama adentro para una familia de clase media salteña. Los preparativos para la fiesta de quince de la adolescente se transforman en un escenario propicio para dejar al descubierto las fisuras de una relación entre dos culturas, que se pretende justa según los términos establecidos unilateralmente por parte de una de ellas. Breve digresión: en La máquina cultural: maestras, traductores y vanguardias (1998), Beatriz Sarlo analiza un llamativo episodio referido por una vieja maestra normal puesta a recordar sus épocas como directora de una escuela primaria, en las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires. El primer día de clase corrió, a media mañana, a buscar al peluquero del barrio. En el patio del colegio hizo formar fila a los varones. De a uno fueron pasando por las manos del peluquero, quien cumplía la orden de rasurar las cabezas de los alumnos, en su mayoría hijos de inmigrantes. Fin del recuerdo. El objetivo de la maestra era tan entendible como eficiente fue su metodología para conseguirlo: deseaba darle a sus alumnos una lección de higiene. La higiene personal (sinécdoque de la polémica higiene social) fue, en los albores del siglo pasado, una cuestión de política estatal. En su afán homogeneizador el Estado, en medio de la fiebre inmigratoria, no reparaba en que sus funcionarios intervinieran sobre los cuerpos de sus ciudadanos en la medida en que no se apartaran del objetivo de encauzar los desvíos culturales en la senda del amenazado ser nacional. Casi cien años después, Seggiaro parte de una anécdota real –proveniente de su madre antropóloga– para ficcionalizar en Nosilatiaj, la belleza problemáticas en buena medida análogas a las del episodio estudiado por Sarlo. Aquí es Yolanda quien sufre, por un (aparente) capricho de su patrona Sara (personaje que recuerda a la Mecha de Graciela Borges en La ciénaga), el corte de su trenza, cifra no sólo de su belleza sino también de la cosmovisión de su pueblo. Recibe a cambio un peinado a tono con el mandato de la moda occidental, copiado de una de esas revistas que entretienen la espera de las mujeres en la antesala de la peluquería. Este movimiento argumental en apariencia insignificante le sirve a Seggiaro para recordarnos que el usufructo de los cuerpos que practica la cultura dominante sobre la dominada no será por siempre gratuito: por lo bajo rumorea el germen de la rebelión. Si en el circuito de relaciones con la familia que la emplea Yolanda apenas si se limita a responder tímidamente cuando se solicita su palabra, ello se debe a que la protesta queda por fuera de sus posibilidades culturales. En este sentido se debe entender la elección de la directora de manejar una línea narrativa alternativa a la principal, donde la voz de Yolanda en su lengua materna, puesta a reflexionar sobre su infancia y las creencias de su pueblo, compensa en un plano imaginario el mutismo que le es impuesto en el seno de la familia criolla. Del mismo modo, si la narración de la trama principal se sustenta en un verosímil realista que aborda la cuestión del poder en sus aspectos materiales y simbólicos, cabe entender la decisión de Yolanda de volver a su comunidad –desatada sobre el final de la película, cuando la cumpleañera baila en la fiesta frente a sus invitados aderezando su pajiza cabellera con la trenza que le fuera extirpada a la criada– antes como una expresión de deseo, o un imaginario final reparador pergeñado por y para ella misma en su monólogo, que como una posibilidad real, ya que si hay un gran interrogante que puntúa la película de Seggiaro es el de las posibilidades con que cuenta una cultura dominada de poder zafar de un circuito de sometimiento que no elige.
La gramática de la memoria La mayor es un relato de Juan José Saer donde se cifra una problemática que motiva gran parte de su obra. Allí su personaje, Tomatis, se debate entre la imposibilidad y la necesidad de hallar las palabras que puedan, en alguna medida, dar cuenta de su experiencia. Esa misma tensión acompaña buena parte de la vida de Jack Fuchs y se convierte en el eje que articula El árbol de la muralla, la película con la que Tomás Lipgot se propuso retratar a este judío de origen polaco que terminó su destino errante en Argentina, luego de haber sobrevivido en su adolescencia al Holocausto, donde perdió al resto de su familia. Cuarenta. Es el número de años que según el propio Fuchs transcurrieron para que se decidiese a compartir abiertamente su lejana –en el tiempo, no así en su memoria– experiencia. Años más, años menos, ese período de latencia que comparten, en su mayoría, quienes fueron víctimas de las más sinuosas modalidades que sabe adoptar el terrorismo de estado, parece ser también una tregua para consigo mismo. Un intervalo en el que, en el mejor de los casos, la persona se dedica muy secretamente a filosofar, según palabras del propio Fuchs, esto es: a dar con la elusiva gramática de la Memoria, edificada pacientemente a base de expresiones que llegan a su tiempo -con el esfuerzo de un parto- para emparchar aquellos agujeros por donde amenazan con escurrirse los recuerdos. Construida también con la ayuda de deliberadas e inconscientes elipsis, saludables en igual grado tanto para quien comparte su experiencia como para el interlocutor que se presta a oírlo. Porque, se sabe, otro de los requisitos para la emergencia de esta necesidad de poner en palabras la propia experiencia tiene que ver con que exista un interlocutor, no tanto dispuesto, sino más bien preparado para escuchar. Y esto no se logra sólo con el trabajo paciente de los años; antes tiene que ver con la calidad del compromiso que asuma la sociedad para enfrentarse a su pasado y resarcir, en la (in)justa medida en que esté dispuesta a hacerlo, los daños ocasionados a las víctimas del terrorismo de estado. Lo aprenden día a día los europeos, al igual que lo hacemos nosotros desde este lado del Atlántico. La sincera amistad que estrecha a Jack Fuchs con Elsa Oesterheld es una prueba de ello. Una relación solventada en dos grandes identificaciones: un pasado de pérdida y dolor, junto a la entereza y vitalidad con que se paran ante la vida, y un común rechazo: el odio, no sólo el que podrían sentir hacia sus victimarios sino también hacia la vida que les tocó en suerte y que asumen como una condena. “Estuvimos condenados a vivir y los otros estuvieron condenados a morir” dice Fuchs, y tras su voz se cuela como un eco el asentimiento de Elsa. El odio no colabora en el hallazgo de las palabras capaces de sostener un relato, entendido éste como un discurso cohesionador de las experiencias que permitan una estadía, armoniosamente conflictiva, en la propia vida y la de ésta en la Historia. Como mucho, puede componer una enumeración caótica de insultos y otras invectivas, con la sintaxis anémica de una lista de supermercado. Sortear el odio (un ejercicio tan necesario como tan poco practicado históricamente por algunos sectores en la Argentina) significa, entonces, en esta trabajosa tarea con las palabras, recuperar la función cognitiva del lenguaje, recomponer su relación directa con el pensamiento. Jack Fuchs se convirtió con los años en un fervoroso militante por la Memoria: escribe en periódicos, ha publicado dos libros, dicta con frecuencia charlas en universidades y escuelas, y hasta recibe en su casa, con hospitalidad helénica, a quien esté dispuesto a dialogar con él. Hasta allí se llegó Tomás Lipgot con la cámara para plasmar su propio retrato de Fuchs. Por suerte Lipgot tiene el oficio suficiente como para no convertir a su retratado en un busto parlante. A ello también colabora en gran medida el propio Fuchs, quien con sus casi noventa años hace gala de una vitalidad capaz de opacar la de cualquier joven. Combinando entrevistas, videos hogareños, participaciones en programas televisivos e incluso animaciones -que brindan un soporte en imágenes a los pasajes más traumáticos del relato-, y siguiendo al personaje en su cotidianidad, se va componiendo al tiempo que la figura del retratado otra tanto más compleja: la del mapa de la fortaleza humana para sobreponerse a sus propias miserias. La película tiene al menos dos valores. El más evidente, servir al testimonio del sobreviviente de los campos de concentración como cadena de transmisión entre generaciones; el otro reside en lo específicamente cinematográfico de su gesto. Sólo la imagen cinematográfica es capaz, con su densidad y con sus tiempos, de recuperar para el futuro el testimonio de Jack Fuchs tal como merece ser conservado. La palabra acompañada por los gestos, las sonrisas, los quiebres de voz, esto es: la palabra viva en su contexto de oralidad. De otro modo, por ejemplo, la cicatriz que da cuenta del desarraigo de Fuchs se perdería inevitablemente si la cámara de Lipgot no hubiera capturado la disputa que se libra en su habla entre las tres lenguas que dibujan su itinerario por el mundo: el polaco, el inglés y un español que suele traicionarlo por momentos mezquinándole alguna palabra. Suele decirse que las ficciones del nuevo cine argentino si no reniegan, al menos son hábiles para eludir lo político y un tanto haraganas para pensar sus historias dentro de la Historia. Se agrega también que en ese terreno, el de lo político asumido como tal, abonan mejor los documentales. En la serie de Los rubios, pasando por Cándido López, los campos de batalla, hasta la más reciente Tierra de los padres de Prividera -entre otras excepciones-, El árbol en la muralla viene, a su modo, a sumar un argumento más en el sentido de reforzar esa hipótesis.