La política en clave cubista
Para mostrar el mundo de los grupos que hacen pintadas políticas, Julián d’Angiolillo acumula sucesivas capas de realidad, que al superponerse devienen en un objeto más extraño que la ficción. Finalmente logra una modesta y peculiar variante conurbana de La ley de la calle.
El joven director Julián d’Angiolillo tiene solamente dos largometrajes en su filmografía, un número todavía modesto para intentar hacer un balance de su carrera como cineasta, que sin dudas recién empieza. Sin embargo, son suficientes para afirmar con seguridad que posee una sensibilidad poco frecuente, capaz de descubrir historias de potencial cinematográfico ahí donde el resto apenas si ve la superficie de lo cotidiano. Y una capacidad excepcional para encontrar el modo más apropiado de narrarlas. Su primer trabajo fue Hacerme feriante (2010), un documental heterodoxo en el que conseguía retratar con precisión el universo caótico de la feria de La Salada, pero sin dejar de atender sobre todo al factor humano y social que muchas veces queda oculto detrás de los fenómenos de semejante magnitud. Si su debut fue un aviso claro que sugería prestar atención a sus próximos pasos como director, Cuerpo de letra viene a duplicar con éxito la apuesta. Es como si los cinco años que separan a una película de la otra no sólo hubieran pulido las virtudes ya exhibidas, sino también afinado su percepción para ir un paso más allá. Para tomar a la realidad como materia prima, desmontarla y crear con las mismas piezas un revelador objeto nuevo.El estreno de Cuerpo de letra exactamente un mes antes de las elecciones presidenciales, que tendrán lugar a fines de octubre, es cuanto menos ubicuo. No sólo por el tema evidente que ocupa la superficie del relato, que se desarrolla en el submundo de las brigadas nocturnas que realizan las pintadas políticas en todas las paredes de la capital y el conurbano bonaerense, sino también por la forma estética y narrativa con que elige retratar ese universo. A tales fines, D’Angiolillo crea un espacio cinematográfico en el que nunca queda claro cuál es el límite que separa la realidad de la ficción y ese es un gran acierto. Como un Dante moderno, el director baja con su cámara a un mundo desconocido para el común de los espectadores y en lugar de revelarlo a través de un dispositivo claramente documental, va acumulando sucesivas capas de realidad, que al irse superponiendo devienen en un objeto más extraño que la ficción. El resultado ciertamente podría ser una nueva versión del infierno.La película empieza como un thriller de intrigas suburbanas, cuyos protagonistas son (o aparentan ser) descastados personajes nocturnos. Ahí un muchacho, típico exponente de la clase obrera del conurbano, rescata a su amigo Ezequiel que ha quedado tendido en el boulevard central que separa los carriles de lo que tal vez sea la General Paz. Dicha avenida será un espacio recurrente y vital para el relato, no sólo porque se convertirá en un territorio en disputa para las diferentes barras de pintadores, sino porque, como en pocas películas de la cinematografía argentina reciente, queda bien claro el lugar de frontera que su trazado representa. Mientras Ezequiel es llevado a la rastra por su amigo, un hombre con un tatuaje en la mano los observa desde un puente y los sigue, como si los estuviera controlando. Ezequiel se convertirá en el protagonista de Cuerpo de letra y será su ingreso a uno de los grupos que trabajan realizando pintadas políticas, lo que ponga en marcha el motor del relato. Su posterior paso a un grupo rival servirá para revelar una infrecuente versión de las películas de guerra de pandillas, una modesta y peculiar variante conurbana de La ley de la calle, que en su último tercio (rodado en la víspera de las elecciones parlamentarias de 2013) tendrá un extraordinario clímax.La noche también se presenta como un espacio límite. La vigilia va cediendo su lugar a un clima onírico que D’Angiolillo crea a partir de potentes montajes visuales, sin desatender jamás al poder de lo sonoro como herramienta de extrañamiento. Del mismo modo en que un grupo vandaliza el trabajo de sus rivales, deformando las letras de sus pintadas hasta volverlas ilegibles e interrumpir así la transmisión del mensaje ajeno, ese desmenuzamiento lisérgico de la realidad que el director propone está lejos de ser un mero recurso estético y también puede ser leído como una reveladora clave política. Así, Cuerpo de letra expone y retrata el mundo de la política casi de manera cubista, deshaciéndolo en sus partes esenciales, entre las que no necesariamente se cuentan ni la convicción ni las ideas. La última escena, con Ezequiel dentro del cuarto oscuro, ilustra perfectamente ese defasaje entre lo que se dice (o se pinta) y lo que se piensa (o se vota).