La mejor película argentina del año es una película política que trabaja sobre su objeto en tiempo presente y apuesta a inventar una forma cinematográfica que es también una expresión política por otros medios.
Las paredes, finalmente, hablan. O, mejor dicho, un cineasta notable es capaz de hacerlas hablar. ¿Cómo es posible? A través del sonido y la imagen, las causas materiales del cine. Así, un cineasta consigue desandar el resultado de un signo lacónico pintado en una pared de la vía pública con fines electorales para entender un proceso que lo precede. ¿Qué dicen? ¿Quiénes escriben? ¿En nombre de quién escriben? ¿Son publicistas heterodoxos de la calle y las rutas? ¿Cuándo trabajan sobre el orden visible de lo público? Cuerpo del letra responde todo.
Después de una película magnífica como Hacerme feriante, Julián D’Angiolillo aquí redobla su búsqueda por entender las prácticas marginales que se inscriben en el orden público. Antes fue la economía paralela de La Salada, ahora la propaganda política alternativa. El espacio elegido, pues para el director el espacio como tal es ya una cuestión política, es el radio de las autopistas que sirven de acceso a la Capital Federal. Esas paredes son palimpsestos para las propuestas de los candidatos de turno. El aforismo de campaña tiene entonces tanta caducidad como urgencia. La pintada es una crónica indirecta de la actualidad.
Gran parte de Cuerpo de letra pasa por observar a los grupos de letristas independientes que pintan esas paredes por las noches al lado de una ruta en la que los coches no dejan de pasar. El tránsito es aquí una vía para el trance, y ya desde el inicio el concepto sonoro y visual intenta introducir en la percepción la experiencia de estos artistas de las letras. Los hipnóticos fundidos de planos en movimiento y una banda sonora que se disloca en ocasiones de lo visto operan como una droga cinematográfica que altera la percepción. Antes de contar cómo funciona todo, el director y su equipo preparan el sistema perceptivo. Es necesario sentir el espacio como los protagonistas.
De a poco, D’Angiolillo descubre las formas de trabajo de estos grupos, que suelen tener un líder y disputarse las paredes como territorios simbólicos y que además son políticamente neutros. El grupo elegido para seguir ha sido contratado por la gente de Sergio Massa, y la época elegida corresponde a las elecciones de 2013. Uno de los pibes que pintan también colaborará con un hombre que trabaja en la publicidad aérea, lo que permite singularizar ligeramente a uno de los personajes y a su vez señalar otros modos de publicidad y colonización del espacio público. Son segmentos humorísticos y amables, pausas de un relato sobre el que empieza a cernirse en el desenlace un posible enfrentamiento.
Los políticos se disputan el poder; los letristas de la calle, las paredes. En el inicio de la veda, los combatientes de la brocha y los baldes de pintura irán al frente y nada los detendrá. Una batalla final se anuncia; el fin de una elección es también la medición de la eficacia de la estética de los signos, algo que se pone a prueba. Vale aclararlo: con el poder no se juega. Los minutos finales podrían ser de un western.
El cine es una forma de reorganización de lo visible que desata una experiencia imposible de asir si no existe una cámara como mediación. ¿Cómo hubiéramos sabido de estas prácticas clandestinas sin un plano que lo enuncie? En plena madrugada, los letristas imprimen sus palabras en las paredes de la ruta alumbrándose con linternas. Las panorámicas para mostrar ese trabajo se yuxtaponen y así se aprehende un territorio y se transmite el paso del tiempo. El proceso de todo trabajo no se ve, pero sí se puede filmar. Y aquí se ha dado con la forma justa. En esa secuencia el lenguaje del cine desnuda toda su potencia, y como decía un célebre cineasta, el cine se vuelve entonces una forma que piensa. Cuerpo de letra es una prueba irrefutable de aquel axioma que podría estar pintado en una pared. Habría que estar ciego para no votarla como la gran película (política) del año.