Revisando mis últimas críticas en la página, noté un factor común que sinceramente me resulta un poco cansino. Resulta que en este tipo de películas que obedecen los más férreos parámetros del “mainstream”, si bien, por un lado, resulta notoriamente evidente que no se puede esperar un trabajo demasiado "incisivo" sobre lo que sea que se haya elegido para contar; por otro lado, tampoco se puede evitar notar que la despersonalización de los protagonistas es cada vez mayor, y (valga la redundancia) cuanto mayor es esta, por tal o cual motivo, mayor es el poder que se le otorga para gozar protagónicamente de una carta blanca moral que lo habilita a una mayor identificación con el espectador.
Es decir, a grandes rasgos, que, quizás, si conociésemos un poco más a nuestro personaje, probablemente no aceptaríamos con tanta inmediatez los juicios sobre el bien y el mal que nos propone. Esto, justamente, hoy en día, rara vez es trabajado.
Uno de los últimos casos excepcionales donde se nos muestra la fragilidad del trasfondo moral de un personaje repleto de contradicciones, oscuridades, angustias, odios, temores (es decir, un verdadero ser humano); y un trabajo de montaje donde esta multiplicidad de facetas se maneja a través de interesantísimos simbolismos es, por ejemplo, Petróleo Sangriento. En esta magistral película el espectador es llevado hasta el final a través de los cavernosos caminos internos del protagonista (genialmente interpretado por Day-Lewis), donde la oscuridad paulatinamente comienza a predominar y donde finalmente el espectador es obligado a confesar a ciencia cierta que, como Hitchcock demostró en Psicosis, esa identificación con un personaje tan oscuro (como lo fue, en su momento, el legendario Norman Bates) sólo es posible si este también posee esa oscuridad adentro, por mucho que le pese y le cueste admitir. Y, de hecho, le cuesta admitirla por ver, hacia el final, lo que es capaz de hacer esa persona en cuya piel se encontró inmerso.
Claro está que, como cualquiera se debe haber percatado hasta aquí, poco tiene que ver esto con la presente película. Así, nos encontramos en la piel de Mick Haller, un abogado que se pavonea (como muy bien sabe hacer el eterno “meat-loaf” de McConaughey) de acá para allá en su antiguo coche Lincoln (véase el título original), cosa que de por sí, teniendo en cuenta la edad de nuestro protagonista y al ver que el film se sitúa diegéticamente en la actualidad, resulta un tanto extraña y no “pega” demasiado con el protagonista. Dicho automóvil, al menos al comienzo, es conducido por un muchacho de color (no importa la época, no importa la situación, es una constante la noción de servir al hombre blanco) que luego durante un buen rato no vemos más.
Cuestión que el tipo se pasea con el coche haciendo lo suyo: negociando para liberar delincuentes livianos, haciendo tramoyas varias, y todos esos gags que ya conocemos. Es una suerte de “abogado sucio” que defiende gente medianamente pesada, ya que resulta que su papá le dijo una vez hace mucho que es muy difícil defender gente inocente porque nunca se tiene certeza de dicha inocencia. Ese, justamente, es el punto más alto de lo absolutamente poco que sabremos de nuestro protagonista, a la par del cual se sostiene una ex-esposa, Marisa Tomei, que juega al soy y no soy; una hija que no tiene ni rostro ni voz.
Repentinamente, al muchacho se le empieza a caer todo el sistema ya que se entera que está defendiendo a alguien (Ryan Phillipe, por el amor de Dios, dedicate a ser modelo y nada más) que cometió un asesinato por el cual él mismo encarceló injustamente a otra persona equivocada (y además, latinoamericana por supuesto) tiempo atrás. A partir de allí, la película se hunde durante un buen rato ya que el protagonista, por un lado carece de un verdadero antagonista. Por un lado está el mencionado rubiecito cuyo peso actoral es casi nulo y no vemos directamente ninguna de sus maldades, y por otro está el de Josh Lucas (el fiscal) que se la banca bastante bien, pero se lo despacha muy rápido. En el medio está lo mejor de la película, en la piel de William H. Macy, el investigador de Haller, cuya muerte en manos de su defendido es lo que produce la crisis del abogado en torno a “el bien y el mal”.
Hay que reconocer que la estrategia del argumento, para mostrar como el abogado utiliza su conocimiento de trampas y atajos para liberar al acusado (y enemigo); valiéndose del fuera-campo, resulta un tanto interesante, al menos en el vilo de la expectativa acerca de cual será su accionar al respecto de las circunstancias.
Pero el problema fundamental es la reflexión rancia y perezosa que el film trata de hacer respecto al tema del bien y el mal, de la culpabilidad y la inocencia. Esto, si se quiere tratar, no debe limitarse únicamente a que su personaje salga airoso o un repentino cambio de parecer en cuanto a la moralidad que este tenía desarrollada, sino algo que a partir de su persona apunte a interrogantes problemáticos en torno a la cuestión. Y esto no significa que la película, para hacerlo, no pueda obedecer férreamente a un género o no pueda ponerse al servicio del más concreto “mainstream”. ¿O acaso no vemos, en la última de Batman, de Chistopher Nolan, una cantidad innumerable de matices entre el bien y el mal, entre la ley y la moral, entre la locura y la cordura, trabajados a través de sus personajes, en pos de una transposición de un comic masivo, exhibido con bombos y platillos a escala mundial? La conocida frase “no podemos pedirle a un película de género más de lo que su género implica”, aún no me la trago.
La moral resultante aquí, sin embargo, es obvia: según producciones como estas por más malo que se haga el abogado, por más “callejero” que se muestre, a la hora de los bifes se va a decidir por la verdadera justicia. En el fondo es bueno y no hay nada que temer, ya que todos los abogados trabajan para meter a los malos presos.