Una de las mejores y más intensas películas recientes en combinar realismo social –trata temas de actualidad como la violencia de género en relación con el divorcio– con algo más ligado al thriller, Jusqu'à la garde, la ópera prima de Xavier Legrand, va pasando, sin prisa pero sin pausa, de una suerte de retrato en tono casi documental de las dificultades y penurias de un divorcio en el que se sospecha que existe actos violentos de parte del marido a algo más parecido a la más intensa, pero realista a la vez, película de terror. Uno sale de esta ópera prima de Legrand –que continúa la historia de un corto nominado al Oscar con los mismos personajes– shockeado, impactado, con el corazón en la boca y buscando aire. Es posible que Legrand abuse de algún que otro efectismo sobre el final, pero reconocerlo no quita el impacto.
Jusqu'à la garde –ganadora del premio a la mejor ópera prima y mejor director del reciente Festival de Venecia– comienza casi como un detallado drama legal, con una larga escena de más de diez minutos en la que vemos a la pareja divorciada, sus respectivos abogados y una jueza esgrimiendo sus motivos y razones por las cuales, según ella, la custodia de sus hijos debería quedar solo para ella y, según él, debería ser compartida. Ya el aspecto de rugbier retirado da a entender que pese a sus caras de buenazo en la audiencia, Antoine no debe ser un tipo sencillo, pero su abogada esgrime motivos (no hay pruebas de los actos de violencia de los que se le acusa) y, apoyándose en el beneficio de la duda, la jueza decide aceptar que los fines de semana el hijo de once años lo pase con su padre. La hija mayor está a punto de cumplir 18 por lo que queda excluida del régimen de visitas.
El niño y la madre le tienen tanto pánico a Antoine que él no sabe ni donde viven (lo recoge en la casa de los abuelos), ni tiene el celular de su ex esposa y ella se niega a verlo. Al chico no le queda otra que cumplir con la ley y, aun cuando trata de excusarse inventando enfermedades, tiene que pasar el fin de semana con su papá, le guste o no. El film juega allí una apuesta inteligente ya que, compartiendo esos días con su padre y abuelos, la experiencia del niño si bien no es del todo cómoda ni demasiado entretenida, tampoco da para temer por su salud o su vida, al punto que uno hasta puede entender la frustración de este padre al que le mienten, le ocultan cosas y en apariencia lo transforman en un monstruo.
Pero en este caso las apariencias no engañan y la bronca y furia contenidas de Antoine empiezan de a poco a hacerse notar. Al principio, es cierto, pueden parecer justificadas, pero sus reacciones ante las mentiras del niño y de su ex son un tanto virulentas e intensas. Una discusión sobre cambiar un fin de semana de visita en función del cumpleaños 18 de la hermana precipitará lo que de a poco se ve venir. El padre frustrado se va enojando más y más, y la confusión se vuelve manipulación y de ahí a la violencia solo hay un par de pasos.
La última parte del film es de una tensión insoportable, como la película argentina Refugiado, de Diego Lerman, pero en versión que parece de John Carpenter. Toda esa tensión que va creciendo a lo largo del relato explota allí generando una de las secuencias emocionalmente más angustiantes que vi en mucho tiempo. ¿Que puede ser un tanto excesiva en relación a lo que se venía contando? Acaso lo parezca en la apretada construcción ficciónal, pero es claro que los disparadores para esa contenida violencia están planteados de entrada y cuando la situación se pasa de ciertos límites –o, mejor dicho, cuando Antoine se pasa de ciertos límites– ya no hay vuelta atrás. Y el resto de la familia vivirá algo muy parecido a una película de terror de la vida real. Algo que, lamentablemente, no pertenece al universo solo de la ficción. Es habitual, demoledor y terrible.