Anatomía de un maltratador.
Esta nueva muestra de la prolífica producción cinematográfica francesa se sitúa en la corriente de dorada medianía por la que parece deslizarse el cine francés de la era Macron: se apuntan y radiografían los problemas que acechan a la sociedad francesa, pero con ánimo de llegar a algún tipo de pacto que restañe las heridas de una nación profundamente dividida, reflejo de la división europea entre apertura cosmopolita y caparazón-cerrazón identitarios, nueva dialéctica que sustituye a la periclitada lucha de clases marxiana.
En este caso concreto, el debutante Xavier Legrand pretende visibilizar el tema de los malos tratos, de la violencia de género o machista, del feminicidio…, asunto que parece impreso en el ADN de los hombres no solo europeos (con una transversalidad de este a oeste y de norte a sur del continente), sino a nivel mundial.
El guión de Legrand parte de un prólogo en el que se resumen las mejores virtudes de su mirada: una vista preliminar para fijar los términos en que se materializarán una separación matrimonial y, en concreto, la custodia del hijo menor de once años. Dichas virtudes radican en una observación fría, gélida, deshumanizada (sin sentimentalismo), una especie de disección con un escalpelo visual construido con la neutra objetividad y la precisión técnica de la retórica administrativa. De hecho se trata de golpearnos con esa aspereza mediante el contraste entre lo que allí se dirime y cómo se expone.
Esta exposición adquiere el punto de vista de la ley, ergo de la jueza que debe adoptar una decisión después de escuchar el testimonio de los comparecientes y de sus respectivas abogadas, testimonio viciado por las mentiras de las partes en conflicto, según taxativa aseveración de la jueza ante las contradictorias declaraciones de los cónyuges.
En este prólogo se genera cierta ambigüedad: el espectador se queda con la duda sobre quién dice la verdad. Y hubiese sido un gran acierto que Legrand profundizase en esa senda abierta, en esa duda surgida por el afán de ambos progenitores por conseguir sus respectivos objetivos: la madre aspira a la custodia total del hijo menor; el padre, a la custodia compartida.
Porque después de esta forense secuencia inicial, la ambigüedad suscitada se difumina paulatinamente, y su difusión arrastra al armazón del relato para convertirlo en un instrumento pedagógico —exposición de las etapas de una situación de malos tratos de manual— y, muy a su pesar, maniqueo. El director podrá ampararse en la gravedad de los hechos denunciados, en la necesidad de mostrar el dolor y el terror al que un maltratador puede someter a sus víctimas, pero el nuevo punto de vista que adopta debilita y perjudica su narración.
El magnífico prólogo basaba su éxito en otorgar el papel de juez a una mujer madura, distante en su profesionalidad, objetiva, consciente de su labor y sin ningún atisbo de solidaridad femenina. Ofrecer y exhibir a una madre taciturna, amparada en una parquedad expresiva y verbal que tanto podía ser manifestación de su sufrimiento como impostura de debilidad que persigue la conmiseración. Para la figura del padre, un personaje fornido, pero aparentemente lastimado y torpe a pesar de su fuerza física, dispuesto a obedecer y aceptar condiciones para ver a su hijo, a cuya custodia no está dispuesto a renunciar.
Cabe resaltar que este arranque in medias res coadyuva a generar despiste: nada se nos cuenta sobre los motivos de la separación súbitamente sobrevenida hace un año, sólo se esboza que la mujer abandonó el hogar con sus hijos y se trasladó a casa de sus padres, a más de quinientos kilómetros de distancia.
La resolución del guión adquiere tintes de película de terror en su prurito de hipostasiar el miedo sobrevenido en la madre y el hijo cuando la cacería se desata y son conscientes de que ellos son las presas a batir. Legrand prepara un final climático en que la violencia y el terror se compaginan.
No obstante, reserva la clausura del filme para escanciar la última gota moral: obliga al espectador a que adopte el punto de vista de la vecina cuya llamada a la policía resulta providencial para evitar el crimen, para detener al monstruo en el último minuto. Nosotros somos esa mirada que no puede permanecer impasible ante la puerta agujereada —cual queso gruyere— a escopetazos y ante el dolor que ya no puede disimular. A renglón seguido, fundido en negro. Que nuestra conciencia empiece a trabajar.
La aportación del director es enfocar algunas secuencias con una mirada nueva, con los mimbres cinematográficos del thriller o del cine de terror. No es suficiente para trascender los arquetipos y dotar a su historia de un aliento trágico de mayor alcance. Si a ello se suma su fácil ubicación en el terreno de lo moralmente condenable, así como sus cada vez menos sutiles manipulaciones, el resultado peca de convencional.