La ópera prima del actor francés Xavier Legrand, que ya había abordado el tema de la violencia de género en su cortometraje Antes de perderlo todo (2012), resulta un visionado difícil pero necesario. En la primera escena, el relato nos sitúa en un juzgado de familia en el cual una pareja divorciada negocia los términos de la custodia de sus hijos. El estilo documental característico de este comienzo, con múltiples intervenciones y largos parlamentos de los abogados de las partes, la jueza y los propios involucrados, cede ante lo que, con el correr de la narración, irá mutando del drama familiar hacia un denso thriller.
Con una cámara posicionada a corta distancia de los personajes y una puesta en escena marcadamente realista que remite al cine de los hermanos Dardenne, el director logra sumergirnos en los entretelones de una disputa familiar que lentamente expone su trasfondo violento. Esto se debe a que Antoine, el padre (interpretado por Denis Ménochet), es un hombre que si bien se presenta ante la jueza como un caso ejemplar, maltrata psicológica y fisicamente tanto a su expareja Miriam (Léa Drucker) como a sus dos hijos, especialmente a Julien (Thomas Gioria), de 11 años. Esta faceta del personaje, que emerge de forma progresiva, comienza a salir a la luz cuando Antoine recoge a su hijo en su tiempo de custodia y lo presiona para saber más sobre la actual situación de su madre.
Es difícil imaginar un escenario peor para Julien, este niño que debe soportar estoicamente cómo su padre descarga sus frustraciones personales contra él, siendo incapaz de defenderse. El miedo y la impotencia que siente el niño (que la cámara expone en todo su esplendor a través de planos cortos sobre el rostro de Julien) van en aumento a medida que la figura del padre resulta cada vez más amenazante para el círculo familiar. Esa sensación de temor y angustia se transmite a su vez al espectador, resultando en un relato cotidiano muy potente, por su verosimilitud y cercanía. Es interesante cómo la película presenta indicios del carácter agresivo de Antoine (primero con su hijo y luego con su expareja), elementos que al ser trabajados en dosis cada vez mayores generan una agobiante expectativa por un desenlace que, aunque resulte previsible, produce un impacto dramático pocas veces visto en pantalla.
Hay, por parte de Legrand, un trabajo minucioso en lo que respecta al manejo de la tensión, además de una búsqueda por hacer de los primeros planos, el montaje y las acciones con pocos diálogos su principal recurso expresivo. Sin intención de dar detalles del argumento, resta decir que el desarrollo en clave de suspenso de la última parte del filme refleja un dominio superlativo del lenguaje audiovisual y exhibe las posibilidades narrativas muchas veces soslayadas del medio cinematográfico, lo que augura una prometedora carrera para el realizador.