Ficciones de lo real. Cafarnaúm: La Ciudad Olvidada, como filme que retrata la vida en los barrios bajos urbanos, puede sumarse a una larga lista de películas que buscan concientizar al espectador sobre la situación social de los desposeídos. Si pensamos en la función política del cine, no hay dudas de que con su tercer largometraje, Labaki tuvo una clara idea de aportar un mensaje a la audiencia, en especial si se consideran los escenarios elegidos —las zonas marginadas de Beirut— y particularmente, la decisión de incluir a Zain Al Rafeea como protagonista, un niño que hasta la filmación no sabía leer ni escribir y, habiendo nacido en Siria en 2004, se trasladó finalmente al Líbano como refugiado. A pesar de que no resulta crucial tener esta información a la hora de seguir la historia, estos elementos le otorgan a la obra una faceta documental que se vuelve indisociable del nivel ficcional, el guion y los artilugios narrativos que la directora utiliza para dar forma al relato. Es indiscutible, entonces, que la ficción como tal se puede rastrear en ciertas decisiones estéticas o en una mirada que termina de conformar el filme en sí. Si bien es cierto que la película ha sido bien recibida tanto en Cannes (tuvo una ovación y obtuvo el Premio del Jurado) como en Hollywood (tiene una nominación al Oscar), no ha sido sin un debate ético sobre los límites de la representación de la pobreza. Por un lado, se encuentran los que creen necesario —y hasta obligatorio— evidenciar una situación que viven miles de personas a diario y que, reflejado de forma directa y cruda, puede alertar al espectador sobre eventos que desconocía —o evitaba. Por otro, hay quienes ven en ese retrato sin concesiones, una explotación innecesaria de miseria y bajezas. Personalmente, me ubico en el segundo grupo, ya que en general, cuando me enfrento a películas con escenas en las cuales los personajes transitan el límite de lo miserable, me pregunto si el hecho de mostrar una realidad tal como es, puede llegar a cambiar, de forma real y efectiva, una situación general de desprotección social. A su vez, me resulta paradójico el hecho de que desde la dirección y el guion se recree un universo de manera artificial, se hagan retomas de un niño hurgando en la basura con música de fondo o se corrija la luz en un plano en el cual un bebé llora de manera desconsolada por hambre. Dejando de lado esta sensación descripta, que no invalida los aciertos que sí valen destacar de Cafarnaúm: La Ciudad Olvidada, el filme funciona desde su manejo narrativo y Labaki demuestra un gran talento para trabajar sobre la caracterización del carismático Zain, un niño que debe crecer a los golpes en un contexto que es sumamente difícil ya para un adulto. El camino recorrido por el protagonista, a lo cual se suma su encuentro con una madre de origen etíope en situación de pobreza extrema, resulta el elemento distintivo de una obra que no es fácil de digerir pero en sus minutos finales nos deja un hálito de esperanza. Al seguir al niño e identificarnos con sus pesares y angustias, nos sumergimos también en un contexto en el cual el personaje debe, antes que todo, resistir, no sólo los embates de una sociedad en descomposición y carente de solidaridad, sino la violencia y maltrato de su propia familia. Por ende, dadas estas adversidades, a lo largo de la película somos arrastrados, junto con Zain, hacia la realidad bruta, logrando que la sensación de caer cada vez más bajo y de que no hay salida posible para el pequeño héroe se presente en todo momento. Ahora bien, a sabiendas de que no basta con una serie de infortunios para contar una historia, Labaki aporta, desde el guion y desde el montaje, un recurso que, en ocasiones funciona, pero en otros se diluye en la marea de acontecimientos. La película comienza con la imagen de Zain esposado y caminando dentro de un tribunal. De este modo, nos enteramos de que hizo algo malo, aunque no terminamos de comprender qué es lo que lo llevó a prisión. Es, entonces, a través de largos flashbacks que vamos conociendo más sobre este niño y lentamente podemos armar el rompecabezas que nos permite adentrarnos en su historia personal, en su atormentada infancia y en los eventos que determinaron su situación presente. Así, el desdoblamiento en dos líneas temporales es un recurso interesante desde lo conceptual pero no del todo logrado en cuanto a la dinámica de la narración: el juicio (en el presente), es el intelecto, la mirada distanciada y fría de un tribunal que solo accederá a la realidad de manera indirecta, a través de un testimonio que puede ser debatible o tergiversado —que es exactamente lo que termina sucediendo. Sin embargo, desde el punto de vista del guion, esta división en dos tiempos y espacios disímiles, nunca termina de integrarse en un todo y, sobre el final, sentimos que las respuestas llegan de manera arbitraria y forzada, intentando que la historia tenga un cierre esperanzador, aunque poco verosímil. ¿Qué es lo que persiste en el recuerdo tras asistir a la proyección de un filme como Cafarnaúm? Probablemente sea una sensación, una molestia por hechos que sabemos que existen pero son de tal magnitud y extensión, que resultan imposibles de abordar en su conjunto —tal y como lo expresa el título, el término Capernaum, en una de sus acepciones, significa caos. La falta de un horizonte para millones de personas que habitan en el mundo, y, que, por causas y contextos diversos, se enfrentan a las peores condiciones de vida, es un hecho que para muchos está naturalizado —especialmente en Occidente. Pero la paradoja está a la orden del día y permanece, latente, para cualquier persona que intente ir más allá de las apariencias: si con su cámara precisa y directa, Labaki se encarga de evidenciar y denunciar un hecho real y cotidiano; volviéndonos conscientes de que “mirar para otro lado” no resolverá nada, una ovación en un festival de cine o una estatuilla tampoco compensan la situación, y puede leerse más como un acto de compasión vacua que como un llamado a la acción concreta y real. En todo caso, si de consecuencias directas hablamos, la relocalización del niño protagonista en Noruega y su asistencia a la escuela por primera vez en su vida, son ejemplos de una directora comprometida con su trabajo, que ha podido ofrecer ayuda a alguien que la necesitaba, y además, lo ha hecho entregándonos una obra que, pese a cierto sentimentalismo, merece ser vista y apreciada
Con No te preocupes, no llegará lejos a pie, Van Sant vuelve al terreno del biopic para narrar la historia de John Callahan –interpretado por Joaquin Phoenix–, un alcohólico en recuperación que, tras quedar tetrapléjico por un accidente de coche, encuentra en la creación de irreverentes caricaturas, su vía de escape y redención. Al igual que en Milk, que retrataba la vida del primer político homosexual en ser elegido para un puesto público en Estados Unidos, el director explora tanto las debilidades como la excentricidad de un dibujante que hizo del humor negro su marca registrada y que pasó gran parte de su vida sumido en la bebida. Basándose en la autobiografía del ya fallecido caricaturista, el filme recupera las vivencias de un personaje poco conocido para la mayor parte de la audiencia. Es interesante cómo Van Sant plantea, desde el minuto cero, el tema de la película: se trata de seguir el recorrido de una persona que lucha contra sus demonios internos, evidenciando cómo las adicciones son consecuencia de situaciones no resueltas de nuestro pasado. El filme comienza con una reunión de alcohólicos anónimos en la cual todos los participantes, incluyendo Callahan, cuentan su situación personal. De esta manera, los relatos de cada uno de los presentes reflejan los distintos caminos por los que un individuo termina encontrando refugio en el alcohol. La secuencia de apertura entrelaza escenas de distintos momentos de la vida de Callahan, mayormente ligadas al tema de la superación de la adicción, a la vez que presenta, de manera animada y con música de jazz, los dibujos que lo convirtieron en una figura polémica, amada y odiada en dosis similares en su Portland natal. Esto se debe a que sus comics no se andaban con rodeos; mediante un trazo simple e informal, Callahan trataba temas como el racismo, la pobreza y la discapacidad haciendo alarde de un humor directo y corrosivo. Sin ir más lejos, el título del filme hace referencia a una caricatura en la que tres sheriffs montados a caballo bromean sobre un discapacitado, lo que da una idea de cómo Callahan se burlaba de sí mismo y carecía de cualquier tipo de filtro hacia temas considerados tabú. Lo mismo sucede con otra de sus tiras en la que dos miembros del Ku Klux Klan mencionan lo placentero que resulta vestirse con prendas recién salidas de la secadora. Haciendo de los saltos temporales su recurso estrella, Van Sant recorre los instantes cruciales de la vida del dibujante, marcados, primero por los excesos y la falta de rumbo, y luego por su afán de salir adelante. Si bien el proyecto original, que se remonta a más de veinte años atrás y nunca había llegado a realizarse, tenía a Robin Williams como protagonista, la elección de Phoenix para el papel principal resulta más que acertada, en especial por su manejo de los estados de ánimo. Su versátil registro emocional se evidencia tanto en escenas en las que predomina un tono burlón y ácido así como también en su capacidad para expresar, sin recurrir demasiado al lenguaje verbal, la profunda crisis existencial que sobreviene en su vida después del accidente. Phoenix logra corporizar la incertidumbre y los miedos de una persona que está en constante lucha contra su pasado familiar –el abandono de su madre al nacer–, su adicción al alcohol y su discapacidad. Pero lo atractivo de la película no reside tanto en la confirmación de las cualidades interpretativas de Phoenix, sino más bien en la excelente química que existe entre este último y un irreconocible Jonah Hill. En el papel de Donnie, un millonario que hace de anfitrión en las reuniones de alcohólicos anónimos y lentamente expone sus debilidades ante Callahan, este personaje se convierte en el mentor y sostén emocional del caricaturista. Donnie es, a fin de cuentas, la persona que empujará a Callahan a asumir sus errores y a encontrar en el perdón el camino hacia la recuperación definitiva. Otro de los hallazgos desde el punto de vista del casting es la elección de Jack Black en el rol de Dexter, un personaje que si en un comienzo parece ser un mero alivio cómico, adquiere gran peso dramático por tratarse del responsable del accidente que cambia la vida de Callahan para siempre. Menos decisiva resulta la participación de Rooney Mara (Annu), que funciona exclusivamente como interés amoroso del dibujante, en una relación que no termina de adquirir demasiada profundidad. El casting secundario – con Kim Gordon de Sonic Youth, Udo Kier y Beth Ditto como asistentes de las reuniones de AA- entrega momentos de gran intensidad, en donde se producen choques y fuertes discusiones personales, que evidencian la endeble situación emocional de personajes luchando por mantener la sobriedad. Es probable que la razón por la cual Van Sant haya decidido narrar todos y cada uno de los pasos por los que el ilustrador debió transitar para salir adelante con su vida tenga que ver con su interés en ser fiel a los hechos narrados por Callahan en su libro. El visible énfasis en la historia de superación de Callahan hace que se desaproveche la posibilidad de explorar más en profundidad el costado creativo del caricaturista, lo que resulta ser la cualidad más atractiva de su personalidad. A pesar de que en varios intervalos vemos al protagonista dibujando, a la vez que muchas de sus creaciones cobran vida en pantalla, el núcleo temático de la película gira en torno a la lucha de Callahan por encontrar la fuerza interior que le procure sobrellevar la adversidad. De manera consecuente con esta idea, Van Sant concentra sus energías en narrar el proceso de recuperación del dibujante, desde que tiene lugar el accidente que lo deja en silla de ruedas hasta su éxito profesional como caricaturista en varios periódicos y revistas desde los años 80 en adelante. Lo que busca el director es reflejar el proceso de autoconocimiento del protagonista en relación a su propio pasado familiar, lo cual le permite escapar del rol de víctima y tomar así las riendas de su vida. Sin embargo, es debido a esta sobreexposición de una sola dimensión de la historia que varias de las escenas relacionadas al trabajo de rehabilitación y a la desesperación de Callahan por conseguir alcohol resultan algo reiterativas. Si como espectadores nos emocionamos al ver cómo Callahan logró superar su adicción y tener una vida plena a pesar de su discapacidad, también nos quedamos con ganas de adentrarnos más en la mente del protagonista, para entender, dentro de lo posible, qué fue lo que lo motivó a comenzar a ilustrar esas sugerentes y políticamente incorrectas caricaturas.
Mentes Poderosas es una película que intenta subirse al tren de otras exitosas adaptaciones de novelas como Los juegos del hambre o Crepúsculo, destinadas a un nicho de lectores relativamente nuevo, los denominados YA (Young Adults). En este caso, se trata de una adaptación de la primera parte del best-seller de Alexandra Bracken, que tiene como protagonista a una chica de 16 años con poderes de control mental. Navegando entre la fantasía, la ciencia ficción apocalíptica, el romance y la acción pura, la película plantea un universo catastrófico en el cual el 98% de los niños y adolescentes han muerto a causa de una rara epidemia y los pocos sobrevivientes, que han adquirido extraños poderes físicos y psíquicos, son tratados como una amenaza por el gobierno, por lo que son recluidos en campos de concentración y clasificados por colores según el tipo de poder que poseen. Rubi (Amandla Stenberg) es una adolescente que ha pasado los últimos seis años de su vida en el campo, tiempo en el cual ha evitado dar alguna pista sobre su don adquirido para controlar las mentes ajenas y borrar los recuerdos de las personas. Esto se debe a que el gobierno ha dado la orden de eliminar a cualquier niño o joven que posea esta capacidad, por considerarlo una amenaza. Después de ser ayudada a escapar del campo por una reclutadora de un ejército de jóvenes que busca enfrentar al gobierno (La Liga de los Niños), Rubi decide desechar la oferta de unírseles y toma contacto con dos adolescentes y una niña que también huyen de las autoridades (Liam, un sensible adolescente que tiene el poder de mover objetos con la mente, Chubs, un joven que ha adquirido una inteligencia superior y Zu, una niña que manipula las corrientes eléctricas). La narración intenta reflejar el proceso por el cual Rubi toma conciencia de sus capacidades psíquicas y descubre que puede tener un rol decisivo en la lucha contra el enemigo, lo que finalmente la lleva a regresar con el ejército de jóvenes, convirtiéndose en líder de la Liga. Si el camino de esta carismática heroína resuena, por algunos instantes, en el espectador, es gracias a un puñado de escenas en las cuales la vemos interactuando con sus compañeros de andanzas: por un lado, la trama romántica de Rubi con Liam posee cierto interés, y por el otro, la buena química entre la protagonista y Chubs hacen que nos identifiquemos con su aventura. Paradójicamente, y en contra de la intención de la directora Jennifer Yuh (Kung Fu Panda) de llevar el relato hacia terrenos más bien oscuros, la película exhibe su mejor faceta cuando elude los enfrentamientos, persecuciones y demostraciones de poderes sobrenaturales, y se encarga de resaltar (electro-pop mediante) el costado más alegre y esperanzador de la historia. De esta manera, destacan momentos particulares, que funcionan más como videoclips que como partes orgánicas de un todo (recuerdo especialmente una escena en la que Rubi y sus amigos reviven un centro comercial abandonado gracias a los poderes eléctricos de Zu). A través de enfrentamientos y persecuciones en las que los distintos personajes demuestran sus poderes adquiridos, la película intenta, sin éxito, ocultar algunos problemas de guión (no queda clara la actitud que toman los padres cuando sus hijos son secuestrados por el gobierno) y unas caracterizaciones en extremo convencionales (especialmente en cuanto a los antagonistas), dejando inconclusa la posibilidad de una segunda y tercera entrega de la saga, que dependerá del veredicto de la audiencia.
En una suerte de secuela de Misión Imposible: Nación Secreta del año 2015, el agente Ethan Hunt (Tom Cruise) debe evitar que una organización terrorista liderada por Solomon Lane (Sean Harris) se haga con un cargamento de plutonio, el cual le permitiría a la agrupación fabricar una serie de explosivos nucleares. Después de un intercambio fallido, en mayor medida porque Hunt decide salvar a su compañero Luther (Ving Rhames) en vez de huir con el cargamento, los malhechores escapan y August Walker (Henry Cavill), agente de la CIA, es asignado para escoltar al protagonista en el rastreo del material nuclear. Sin dar muchos rodeos a la hora de establecer el conflicto dramático, McQuarrie se enfoca en las secuencias de acción a secas para sumergirnos en logradas persecuciones y peleas cuerpo a cuerpo que acrecientan la adrenalina y el suspenso a cada paso. Lo destacable de estas escenas, además de su impacto visual, es que a diferencia de muchas películas de acción donde predominan los efectos digitales, aquí se jerarquiza el live action, en pos de generar mayor cercanía con lo que sucede en pantalla, potenciado por una banda sonora que nunca resulta excesiva y un montaje sin fisuras que le otorga al filme el ritmo justo, especialmente en el contrarreloj de la secuencia final. En ese aspecto, el filme hace gala de una inmediatez y una constante capacidad para producir sensaciones nuevas en el espectador, logrando que cada nuevo reto en el desarrollo de la misión sobrepase el nivel de riesgo de la situación precedente. En cuanto a la trama, hay varios elementos típicos del cine de espías, que tienen como consecuencia la revelación de intenciones ocultas por parte de los personajes. A su vez, el carácter episódico de un argumento que cada 15 minutos nos sorprende con algún giro inesperado, hace que la acción fluya de manera continua durante las casi dos horas y media de metraje. Si Tom Cruise no se luce tanto por sus dotes interpretativas, sí lo hace por su destreza física, lo que en definitiva es lo relevante de un filme que busca entretener ateniéndose a las reglas del cine de acción. Con un sólido elenco secundando al protagonista (destacan especialmente Simon Pegg y Rebecca Ferguson como ayudantes de Cruise), McQuarrie teje una red de relaciones entre personajes que evidencia pactos, favores y traiciones por igual, lo que sustenta y justifica dramáticamente la irrupción de la acción pura. A riesgo de sonar obvio, resta decir que Misión Imposible: Fallout no es una película destinada a la reflexión, lo que sin embargo no va en desmedro de su calidad como producto de consumo masivo en una industria que parece haber olvidado que el entretenimiento reside más en la explotación de los elementos clásicos del medio cinematográfico, que en una cara bonita o en un universo plagado de criaturas digitales.
La ópera prima del actor francés Xavier Legrand, que ya había abordado el tema de la violencia de género en su cortometraje Antes de perderlo todo (2012), resulta un visionado difícil pero necesario. En la primera escena, el relato nos sitúa en un juzgado de familia en el cual una pareja divorciada negocia los términos de la custodia de sus hijos. El estilo documental característico de este comienzo, con múltiples intervenciones y largos parlamentos de los abogados de las partes, la jueza y los propios involucrados, cede ante lo que, con el correr de la narración, irá mutando del drama familiar hacia un denso thriller. Con una cámara posicionada a corta distancia de los personajes y una puesta en escena marcadamente realista que remite al cine de los hermanos Dardenne, el director logra sumergirnos en los entretelones de una disputa familiar que lentamente expone su trasfondo violento. Esto se debe a que Antoine, el padre (interpretado por Denis Ménochet), es un hombre que si bien se presenta ante la jueza como un caso ejemplar, maltrata psicológica y fisicamente tanto a su expareja Miriam (Léa Drucker) como a sus dos hijos, especialmente a Julien (Thomas Gioria), de 11 años. Esta faceta del personaje, que emerge de forma progresiva, comienza a salir a la luz cuando Antoine recoge a su hijo en su tiempo de custodia y lo presiona para saber más sobre la actual situación de su madre. Es difícil imaginar un escenario peor para Julien, este niño que debe soportar estoicamente cómo su padre descarga sus frustraciones personales contra él, siendo incapaz de defenderse. El miedo y la impotencia que siente el niño (que la cámara expone en todo su esplendor a través de planos cortos sobre el rostro de Julien) van en aumento a medida que la figura del padre resulta cada vez más amenazante para el círculo familiar. Esa sensación de temor y angustia se transmite a su vez al espectador, resultando en un relato cotidiano muy potente, por su verosimilitud y cercanía. Es interesante cómo la película presenta indicios del carácter agresivo de Antoine (primero con su hijo y luego con su expareja), elementos que al ser trabajados en dosis cada vez mayores generan una agobiante expectativa por un desenlace que, aunque resulte previsible, produce un impacto dramático pocas veces visto en pantalla. Hay, por parte de Legrand, un trabajo minucioso en lo que respecta al manejo de la tensión, además de una búsqueda por hacer de los primeros planos, el montaje y las acciones con pocos diálogos su principal recurso expresivo. Sin intención de dar detalles del argumento, resta decir que el desarrollo en clave de suspenso de la última parte del filme refleja un dominio superlativo del lenguaje audiovisual y exhibe las posibilidades narrativas muchas veces soslayadas del medio cinematográfico, lo que augura una prometedora carrera para el realizador.
La más reciente producción de Ziad Doueiri, cineasta de origen libanés radicado en Francia, se centra en las derivaciones sociales de un enfrentamiento entre dos habitantes de Beirut: por un lado se encuentra Tony (Adel Karam), un libanés cristiano seguidor de un líder político y religioso extremista y por el otro, Yasser (Kamel El Basha), un refugiado palestino que trabaja como capataz de construcción. Después de negarse a aceptar la reparación del desagüe ilegal de su balcón, Tony es insultado por Yasser, lo que funciona como detonante de un drama judicial clásico en el que se exponen los argumentos de las partes en conflicto. Pero el desarrollo de la trama evidencia heridas y rencores que exceden la disputa personal (Tony muestra sin disimulo su desprecio por los palestinos y Yasser lo golpea, fracturándole dos costillas), haciendo que el enfrentamiento movilice a una sociedad dividida que convierte al litigio en una cuestión nacional, donde entran en juego la religión, la política y la historia reciente del país. El filme pone de relieve las secuelas aún visibles de una guerra civil que tuvo lugar entre 1975 y 1990 y enfrentó a musulmanes contra cristianos, sumado a la intervención militar de Israel, complicando aún más el panorama, en un hecho cuyo comienzo el realizador vivió en primera persona y ya había retratado en su ópera prima West Beirut. Pero alejándose de una posición ideológica partidaria, el director explora el terreno de la pugna por una verdad que a la luz de los acontecimientos resulta, si no inalcanzable, difusa. A pesar de contar con algunos pasajes sobre-explicativos que rozan lo didáctico, el filme se sostiene por un sólido guion que hace de los diálogos el motor de un drama potente por sus implicaciones morales, el cual adquiere mayor sofisticación cuando se aleja del ámbito legal para inmiscuirse en la psicología de los protagonistas y las consecuencias del caso en su vida privada. Es gracias a un notable trabajo de fotografía, en especial en cuanto a la correlación entre la posición de cámara y el estado psicológico de los personajes (Doueiri trabajó como asistente de cámara en varias películas de Tarantino) que el realizador nos transporta al centro de una disputa que, como espectadores, nunca sabemos hacia donde puede derivar. Lo inquietante y paradójico del filme es que a medida que los personajes comienzan a dudar de sus prejuicios religiosos y sociales, más extremas se vuelven las posturas del entorno, que encuentra en el caso la justificación y reafirmación de sus creencias políticas, sumándole a la narración una dosis interesante de realismo y suspenso. Sin embargo, sobre el final del relato, el filme se vuelve incapaz de encauzar el drama hacia una conclusión lógica y orgánica, priorizando dejar una imagen de alivio y conciliación que se percibe artificial y busca caer bien en el espectador.
El gran hallazgo de The Florida Project es la ambientación, la forma en la cual es presentado ese mundo real que se sitúa al margen del otro mundo de fantasía (Disneyworld), coexistiendo en una perpetua contradicción. Los espacios kitsch y saturados de color cobran protagonismo y conocemos a los personajes mientras los recorren. Los niños, y en particular Moonee (Brooklynn Kimberly Prince), se mueven allí como si el sitio les perteneciera. Moonee es una niña extremadamente despierta e inquieta que se ha criado oyendo discusiones y peleas en moteles, el ruido de los autos en la autopista y viendo familias que van a pasar las vacaciones de sus vidas a ese mundo de ensueño al cual no puede acceder. Al igual que en Tangerine (2015), Sean Baker logra establecer en acciones e imágenes cargadas de significación las reglas de ese universo marginal y explota al máximo las posibilidades que ofrece. Con respecto al argumento, la película se toma su tiempo para presentar el conflicto, el cual va emergiendo lentamente. Es recién rondando la hora de película cuando las cosas comienzan a complicarse realmente para Halley (Bria Vinaite), madre de Moonee, ya que comienza a tener problemas serios para subsistir económicamente y mantener a su pequeña hija. Es a través del fuera de campo que somos testigos del momento en el que Halley comienza a prostituirse, pero no lo vemos directamente sino a través de escenas en las que Moonee está en la bañera. Hay una progresión dramática que culmina cuando un cliente de Halley ingresa sin permiso al baño y luego Bobby, el encargado del motel, ve salir a un hombre de su habitación. El personaje de Bobby (Willem Dafoe), es realmente entrañable. En determinado momento de la película podríamos confundirlo con el padre de Halley, ya que intenta evitar que su vida pierda el eje. Hay dos escenas para destacar. En la primera, mientras Bobby pinta las paredes del motel, vemos como un hombre se acerca a hablar con los niños. Rápidamente, Bobby entiende lo que está pasando (se trata de un abusador de menores) y es allí donde vemos el afecto que tiene por los niños y los vecinos en general, más allá de su aparente seriedad y rectitud. En otra escena, un cliente de Halley reclama por el robo de unas pulseras de acceso a los parques de diversiones que ella ya ha vendido a otro turista a mitad de precio. Bobby, en complicidad con Halley, la ayuda a deshacerse del hombre. Es allí donde finalmente entendemos que Bobby no es el verdadero antagonista por más que le recrimine a Halley la falta de pagos y la amenace con echarla. Bobby y Halley pertenecen a ese mismo universo tan bien retratado en la película, en contraposición al otro, inaccesible. Otro punto argumental a destacar es la dinámica en la relación entre Halley y su amiga, siendo muy cercanas en un comienzo para terminar en la escena en la cual Halley la golpea violentamente. Este proceso es síntoma del descenso a los infiernos de Halley, quien finalmente perderá a su hija, probablemente para siempre. The Florida Project es una película en la que los niños son realmente los protagonistas, y los problemas de los adultos se van entretejiendo con escenas de juego, triviales. Esto no quita que la película posea muchas escenas de alto contenido dramático y con un trasfondo muy oscuro. Es curioso que la forma que tiene Halley de afrontar su vida sea también infantil. ¿Cómo y por qué llegamos a empatizar con Halley? Probablemente tenga que ver con el hecho de que debe afrontar su vida sola y tiene la responsabilidad de mantener a su hija. Esa es su gran debilidad.
El ornitólogo es el último largometraje del cineasta portugués João Pedro Rodrigues, el cual le valió el premio a mejor director en el Festival de Locarno y puede leerse como una adaptación libre y personal de la vida de San Antonio de Padua, patrono de Lisboa. En la soledad del bosque, Fernando (Paul Hamy) observa meticulosamente la actividad de las aves del lugar, a la vez que registra sus apreciaciones en un grabador de voz. Si en un primer momento, el protagonista mantiene una rutina de trabajo que se caracteriza por un distante y metódico acercamiento con fines meramente científicos, un accidente en su canoa lo lleva al interior del bosque, donde es testigo de una serie de eventos que escapan a la lógica cotidiana. A través de una puesta visual que recurre constantemente a la simbología religiosa (el sacrificio, la resurrección y la transfiguración, entre tantas otras), el director intenta reflejar el proceso por el cual el protagonista pasa de ser un científico ateo a un cristiano converso. Y lo hace de una manera poco convencional, recurriendo a situaciones cada vez más extrañas para un personaje que lentamente va entendiendo que tiene una misión más sagrada que científica. Es interesante cómo durante la primera parte de la historia, el registro fílmico de la naturaleza se caracteriza por un naturalismo acorde a la psicología del ornitólogo para, a medida que el protagonista va sufriendo la transformación espiritual, cambiar hacia una mirada más subjetiva y enrarecida por parte del director. En cuanto a su desarrollo argumental, el cual exhibe el mismo grado de libertad creativa que el tratamiento visual, el filme pone en escena encuentros fortuitos (o no) que con el correr de los minutos van evidenciando una carencia de lógica y realismo cada vez mayores, entre los que se pueden mencionar la captura del protagonista por parte de unas turistas chinas que planean castrarlo, un encuentro homosexual entre el ornitólogo y un pastor sordomudo del cual no sabemos prácticamente nada, y, tal como narra la leyenda de Antonio de Padua, una predicación del protagonista a unos peces. Queda claro en este punto, que la búsqueda del director excede las limitaciones narrativas que presuponen un verosímil basado en la coherencia estrictamente lógica, intentando, por el contrario, crear un mundo sugestivo y personal a través de una apuesta que apela más a los sentidos que al intelecto. Pero, también es cierto que incluso en el terreno de la fábula, algunas guías, aunque mínimas, son necesarias para poder identificarnos con el conflicto de los personajes. En ese sentido, la falta de un hilo conductor en la historia genera la sensación de que cualquier giro o aparición de nuevos personajes se encuentra en el espectro de posibilidades, haciendo que hasta el más extravagante hecho deje de sorprendernos. Más allá de eso, la idea de conjugar el imaginario religioso con lo salvaje y crudo de la naturaleza, pasándolo por el filtro de la subjetividad contemporánea, es por demás atractiva.
En este drama ambientado en el Coney Island de los años 50, Woody Allen retoma algunos temas recurrentes de su filmografía como la insatisfacción matrimonial, la crisis de la mediana edad y los celos como motor de la tragedia. El carácter nostálgico del relato se potencia por la estilizada fotografía del legendario Vittorio Storaro, la cual nos traslada de lleno al verano neoyorquino, con sus playas colmadas de gente y el bullicio del parque de diversiones como música de fondo. La historia gira en torno a Ginny (Kate Winslet), una actriz frustrada y hastiada de su matrimonio, que vive y trabaja en las inmediaciones del parque de atracciones con su marido Humpty (un tosco hombre que maneja el carrusel de la feria, interpretado por Jim Belushi) y su hijo Richie, fruto de una relación pasada. La llegada de Carolina (Juno Temple), la ingenua y atractiva hija de Humpty, que escapa de su esposo mafioso que quiere matarla, complica aún más las cosas para Ginny, que no encuentra un minuto de paz en su hogar. Tras conocer a Mickey (Justin Timberlake), un joven con aspiraciones a dramaturgo que trabaja como bañero en la playa de Coney Island, la vida de esta mujer a punto de cumplir los 40 años da un giro que aviva dentro suyo la esperanza de rehacer su vida. Pero los conflictos amorosos se interponen cuando Mickey comienza una relación paralela con Carolina, provocando una ira incontrolable en Ginny, lo que la lleva a sacar a relucir lo peor de sí. Más allá de contar con algunas escenas que se extienden por demás, la película logra encauzar el argumento de manera ágil y entretenida, transitando primero por el romance ligero, para finalmente explorar el costado más oscuro de la personalidad de la protagonista, llevando el tono de la narración hacia un drama que adquiere ribetes shakesperianos. Lo más interesante del filme se halla en la exploración de los sentimientos de los personajes, tanto en lo que se refiere a la creciente angustia de Ginny (que pasa de ser una mujer rejuvenecida a otra rencorosa y vengativa) como a la indecisión amorosa de Mickey, que sale con ambas mujeres pero en el fondo sabe que no podrá sostener esa dinámica por mucho tiempo. La apuesta por revivir los últimos años de esplendor de Coney Island funciona gracias a la excelente dirección de arte pero fundamentalmente debido al minucioso trabajo sobre la imagen (el manejo de los colores y el uso del gran angular, que le otorga un carácter circense a los escenarios). Es cierto también que la estética recargada, que incluye movimientos de cámara subrayados, puede resultar molesta en algunos pasajes de la narración, en donde la forma cobra mayor protagonismo que el contenido, es decir, lo que sucede a nivel dramático. Si bien Wonder Wheel no es lo mejor de Woody Allen, es una película con peso propio que reconfirma los dotes narrativos del guionista y director neoyorquino, con un interesante acercamiento hacia la psicología humana (especialmente la femenina) y a los conflictos amorosos en relación con la tragedia.