Hay películas que son mucho mejores que lo que la sumatoria de sus partes invita a pensar. Es el caso de Cyrano mon amour, “comedia romántica histórica” que recrea –con todas las libertades habidas y por haber– el proceso creativo de la obra Cyrano de Bergerac durante los últimos meses de 1897. Una obra que, desde entonces, fue representada en los escenarios de todo el mundo más de 20.000 veces.
La propuesta, se dijo, no suena muy tentadora. El protagonista es Edmond Rostand (Thomas Solivérès), un poeta y dramaturgo que alguna vez fue promesa pero hace dos años no escribe ni una coma. En plena crisis creativa, recibe la propuesta del reputado actor Constant Coquelin (Olivier Gourmet, a años luz de sus trabajos con los hermanos Dardenne) de escribir una obra romántica a su medida. El problema es que tiene apenas tres semanas para desarrollarla, ya que el teatro donde se presentará está amenazado por una deuda casi impagable.
Sin idea alguna de hacia dónde ir ni por dónde empezar, Rostand encuentra inspiración en la joven pretendiente de un amigo, a quien le escribe y recita poemas haciéndose pasar por el otro. Rápidamente se establecerá un triángulo entre aquellos versos, el guión a representar sobre el escenario y los sentimientos de un Rostand que nunca imaginó que estaría donde le toca estar.
Cyrano mon amour no es demasiado original ni tampoco está muy preocupada por la verosimilitud. Lo que importa aquí es la profunda convicción del director Alexis Michalik en varios aspectos. Por un lado, en el poder de la fábula como fórmula dramática capaz de emocionar con nobleza a través de un recorrido por lugares conocidos que son construidos y narrados como si se tratara de una primera vez. Y, por el otro, la convicción de que la palabra es un componente fundacional de aquello que llamamos química. No parece casual que los diálogos fluyan con la velocidad de una screwball comedy, subgénero en el que la palabra es protagonista central.
Michalik podría haber optado por un tono académico con diálogos altisonantes y presumidamente importantes, y una puesta en escena de qualité que se regodee en la recreación histórica. Nada más alejado. El director construye una película liviana, fresca y feliz, genuinamente preocupada por los sentimientos y emociones de esos personajes cada cual más querible que el anterior. Si hasta los acreedores de la deuda se hacen querer a fuerza de simpatía y varias escenas humorísticas.
Película de una inocencia anacrónica, Cyrano mon amour divierte con ganas y asoma con un paréntesis para olvidar durante un par de horas los pesares de un mundo en crisis. Porque el cine puede ser muchas, entre ellas un escape. Que así sea.