“Cyrano de Bergerac” es un drama heroico, en cinco actos y escrito en verso, por el poeta y dramaturgo francés Edmond Rostand. Su estreno data del año 1897, trayéndonos la historia de este soldado y poeta, en extremo pintoresco y sentimental, cuyo mayor defecto es poseer una prominente nariz, aspecto que lo ridiculiza ante la mirada siempre implacable de la sociedad. Dicha puesta ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones, de las cuales se recuerda el ejercicio mudo de 1900 protagonizada por Benoît-Constant Coquelin (el mismo actor que estrenara el papel sobre las tablas), la versión oscarizada en la piel de José Ferrer (en 1950), una olvidable recreación de Fed Schepisi (en 1987) y la más reciente pieza de culto protagonizada por Gérard Depardieu en 1990.
Detrás de cámaras se encuentra Joe Wright, un especialista en films de época, tal como lo prueban sus films “Orgullo y prejuicio” (2005), “Expiación” (2007) y “Anna Karenina” (2012). Quien cambiara ostensiblemente su registro con “Darkest Hour” (2017), regresa aquí a uno de sus primeras fascinaciones artísticas: el teatro. Hijo de los fundadores del teatro de marionetas “Little Angel Theatre”, Wright demostró especial interés en su adolescencia tanto por las tablas como por la pintura, sendos factores aquí presentes, en una aproximación biográfica-musical protagonizada por Peter Dinklage, Halley Bennett y Kelvin Harrison Jr. Conjugando la adaptación histórica con la vertiente coreográfica, el realizador pretende probarnos lo satisfactoriamente que ha envejecido la historia y que relevante puede resultar en el presente.
Estéticamente, una de las principales influencias del film se encuentra conformada por las pinturas románticas de Jean Antoine Wattau. La evidente luminosidad pareciera rescatar ciertos trazos congelados del maestro del barroco tardío francés, también vinculado al primer rococó: galante, encantador, idílico y bucólico. Es aquel aire de teatralidad el que inspirara a la comedia italiana y al ballet, inmejorables vehículos estéticos para la presente puesta. Resulta llamativo el abordaje que hace el autor del género musical, quizás en su acepción menos pura. Las escenas de canto rodadas con toma en vivo captan la emoción y las imperfecciones en la voz, persiguiendo determinado tono dramático que se ajusta a las intenciones de un Wright absolutamente despojado de un enfoque tradicional.
El británico traslada a la gran pantalla su propia visión desde la puesta teatral que el mismo dirigiera, y en sus capas más profundas, la pertenencia de Cyrano nos lleva a reflexionar acerca de la importancia de hablar sobre la verdad que define nuestra condición individual y en la búsqueda de mostrarse de un modo auténtico ante un semejante, cuando puede dominarnos el miedo al rechazo de aquella sociedad que mide su aceptación bajo determinados parámetros. Un héroe literario avergonzado por su apariencia, atravesado por las contingencias de un amor esquivo (un objeto de deseo enfrenta a dos hombres) prefigura cierto arquetipo a través del cual percibimos la extrañeza y comprendemos la voluntad de aquel que confronta sus propias debilidades.