D-Humanos es un proyecto coral coordinado por Pablo Nisenson en el que participan cineastas con una trayectoria nutrida en temáticas sociales y políticas (Mariana Arruti, Carmen Guarini, Andrés Habegger) y otros cuya obra gira alrededor otros intereses (Ulises Rosel). El mosaico de cortos es amplio y con una gama de propuestas amplísima y puntos de vista excesivamente distantes. Por ejemplo, es difícil imaginar un diálogo entre Informe sobre la inequidad, el corto de Nisenson que abre la película, con Baldosas de Buenos Aires, de Carmen Guarini. Mientras que Nisenson ensaya una polarización gruesa con pretensiones de cientificidad (dos chicas, una de buena posición económica y otra que vive en la villa, son confrontadas en sus hábitos, comportamientos y respectivas constituciones físicas) y no hace más que confirmar una situación desesperada por todos conocida (que la pobreza y la miseria implican para quienes las padecen un daño fisiológico y mental irrecuperable), la búsqueda de Guarini transita otro rumbo. La directora y productora, avezada como pocos cineastas en la disciplina de la observación, filma la instalación de baldosas conmemorativas de desaparecidos durante la dictadura en el barrio de Caballito. Su cámara barre todo el proceso: desde los testimonios públicos de familiares y vecinos y la preparación material de las placas hasta su colocación final. Para Guarini la emoción tiene que surgir de una mirada austera que no recurra a golpes de efecto (como primeros planos o música extradiegética). A diferencia del corto de Nisenson, Baldosas de Buenos Aires carga con toda la belleza y la denuncia de una ambigüedad casi programática: a veces el susurro puede ser mejor vehículo para la memoria que un grito. El corto de Guarini habla en voz baja y con pocas palabras, la directora confía en sus imágenes y en el pulso de la edición lo suficiente como para no buscar nunca el impacto discursivo. La imagen final, que replica a la vez que resignifica la inicial, es el ejemplo perfecto de la potencia cinematográfica de su propuesta: colocadas las baldosas, la gente camina sobre ella sin mirarlas. Esa imagen no destila indignación ante la ignorancia de los transeúntes que pisotean las baldosas, al contrario, muestra un nuevo estado de cosas difícil de poner en palabras por su enorme carga poética: esas baldosas ya no son monumentos separados del mundo por la solemnidad del recuerdo sino que participan con toda su materialidad del devenir cotidiano; están integradas a la rutina de la ciudad, a la vida de la gente, y ese pisar constante, más que un atropello, se parece a un acto de comunión, a un nuevo ritual de la memoria.