En la cabeza de un maestro del cine.
Como corresponde a una obra que intente retratar los instintos e inspiraciones de un realizador anómalo, el documental que llega casi en combinación con el regreso de Twin Peaks elude las formas típicas, y apenas si exhibe fotogramas de sus films.
La sola enunciación del estreno de un documental que incluya el nombre de David Lynch en su título genera la salivación descontrolada en la boca de más de un fanático. Sobre todo si se produce en vísperas del esperadísimo regreso de Twin Peaks, que 25 años después de la película que continuó las dos primeras temporadas volverá a la pantalla chica con una nueva tanda de 18 capítulos a emitirse desde el próximo 21 de mayo en Estados Unidos (aún no sabe si se verá “oficialmente” en la Argentina). A esos babeantes debe aclarárseles que si se arriman hasta la sala del complejo BAMA –único espacio de proyección en el país– buscando anécdotas coloridas, explicaciones, detalles, intimidades de rodajes o pistas sobre la suerte de algunos de los personajes más emblemáticos de su universo, David Lynch: The Art Life no es su película. Porque, en realidad, es bastante más que la acumulación de datos que ellos podrían esperar. Es, en todo caso, un intento de desenredar la mata de motivos detrás de la mirada alucinada, de ensoñación deformada, que el responsable de Terciopelo azul y Mulholland Drive viene mostrando en la pantalla hace ya casi cuatro décadas.
Estrenado mundialmente en la última edición del Festival de Venecia, y exhibido en una de las secciones paralelas del de Mar del Plata, el documental de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard–Holm se nutre de un buen caudal de videos y fotos personales sin que esto implique caer en el tono entre evocativo y didáctico habitual en el subgénero “historias de vida”. Como si quisiera hacerse cargo del carácter anómalo de su protagonista, la primera escena es casi observacional, con Lynch sentando y fumando el primero de decenas de cigarrillos mientras clava la mirada en el horizonte. Después se sabrá que es la misma posición que adopta para analizar las obras de su autoría que descansan en el atelier privado, dado que Mr. Lynch tiene una amplia trayectoria en las artes plásticas. Y también en la música: más allá de que The Art Life no haga hincapié, la banda sonora se compone enteramente por partituras de su protagonista.
En ese inicio se lo escucha, en off, teorizando sobre las infinitas posibilidades de reinterpretación que genera volver a pensar en pequeños detalles del pasado. Esa idea es quizá una de las principales claves de lectura para sus trabajos, y también un adelanto de lo que hará durante The Art Life en los ochenta minutos restantes: recorrer la cronología básica deteniéndose menos en la precisión enciclopédica que en la subjetividad y los recuerdos a priori minúsculos que, sin embargo, contaminaron su forma de ver el mundo incluso antes de que él supiera a qué se dedicaría. Eso recién llegaría en la adolescencia gracias al padre de un amigo, un pintor en cuyo taller encontró el llamado vocacional definitivo. Antes hubo una infancia tranquilísima en la que todo “estaba en las dos cuadras del centro del pueblo”, según dice, y unos padres que siempre, más allá de algunas peleas menores, lo apoyaron en todo.
Lo que más recuerda de aquellos años, afirma, es la sensación de extrañamiento y parálisis cuando, de chico, vio a una mujer desnuda y “altísima” caminando por la calle. Extrañamiento es también lo que transmiten sus cuadros y esculturas, casi todos dominados por tonalidades oscuras y texturas viscosas, que el trío de realizadores observa con minuciosa atención. Por momentos demasiada, volviendo el recurso “voz en off de Lynch + imágenes de su obra” reiterativo aunque siempre efectivo en su intento de mostrar el sinfín de similitudes entre lo que él filma y lo que pinta, moldea o arma. Claro que para ver un fotograma de una de sus películas habrá que ir a otro lado, ya que la carrera audiovisual ocupa una porción ínfima de metraje, y apenas se habla únicamente y muy por arriba de Eraserhead, que en 1977 marcó su debut en el largometraje. Ubicar su cine fuera de campo es una decisión lógica: después de todo, se trata de una historia conocida.