Con una “Love Story” ya era suficiente
El es visitador médico, ella padece el mal de Parkinson y, como alguna vez dijo Pascal, el corazón tiene razones que la razón desconoce. Y Hollywood también.
Tal vez una de las peores cosas que puedan sucederle al espectador de cine es sentir que el director de la película que eligió ver está en su contra. Que la película completa está en contra suyo. Sobre todo cuando ésta tiene elementos para ser una buena película, pero que por decisiones “artísticas” hay que aceptar que no lo es. Algo de eso sucede con De amor y otras adicciones, la nueva película de Edward Zwick, director cuya variada filmografía (que incluye títulos de éxito aceptable como El último samurai, Diamante de sangre, Leyendas de pasión) demuestra que es un hombre útil a la industria de Hollywood. Hecho que no se opone con lo dicho al principio: sin dudas De amor y otras adicciones volverá a ser otro punto más o menos exitoso de su carrera, aunque muchos espectadores sientan que el director quiso jugar con ellos (en el peor sentido) durante casi dos horas. Porque si bien la película tiene momentos que valen la pena, no tardan en ser arruinados por personajes fuera de registro, por escenas cercanas al bochorno o lugares comunes que la convierten en un pastiche indefinido, cuyo objetivo es devorar a todos los públicos posibles.
Que se trate de una comedia dramática no es el problema, porque la fórmula es vieja y muchas veces ha dado grandes películas. Que su pareja protagónica esté formada por dos de los actores jóvenes y bonitos más exitosos de la escena actual, tampoco molesta: Jake Gyllenhaal y Anne Hathaway cumplen muy bien con sus trabajos y forman una buena dupla; tampoco molestan los secundarios, que incluye una lista de tipos con oficio para cargarse cualquier cosa, como Oliver Platt, Hank Azaria y hasta Judy Greer. La historia... está bien, puede no ser brillante ni mucho menos original, pero ése tampoco es un problema. De hecho, que Gyllenhaal interprete a Jamie, un joven seductor que no consigue encajar en ningún trabajo hasta que se vuelve visitador médico de uno de los laboratorios farmacéuticos más importantes del mundo, y que Hathaway haga lo propio con Maggie, una chica que padece mal de Parkinson y lo soporte estoicamente, como si no le importara, en principio tampoco se presenta como un gran obstáculo. Aunque es cierto que enciende las luces de alerta: todo el que haya visto Love Story puede comenzar a temer (y no sin una justa causa) un final golpeador. El que se quema con leche...
Pero si todos esos detalles no representan en sí mismos ningún problema, ¿cuál es entonces la falla en el sistema en De amor y otras adicciones? Pues son varias y todas tienen que ver con la traición. Por ejemplo, jugar a la comedia negra, pero arrepentirse a mitad de camino y elegir la salida luminosa (y zonza); amagar con presentar una mirada cruda de la industria de los medicamentos, una de las más redituables e inescrupulosas del injusto sistema estadounidense, pero rematar la subtrama con chistes malos sobre el Viagra; presentarse como audaz, a partir de las escenas románticas y los desnudos de sus protagonistas, y terminar cayendo en la grasada del pornosoft más elemental; permitirles a sus personajes el vuelo del ingenio y la ironía, para enseguida maltratarlos con escenas de un sentimentalismo tan pavo como tedioso; incluir personajes fuera de registro, como el hermano de Jamie, que parece robado a un film de la factoría Apatow-Mottola, o incluir otros (como el del vagabundo que junta el Prozac de los tachos de basura) que no terminan de tener desarrollo y, por eso, decepcionan. Esa es la esencia de De amor y otras adicciones: una montaña rusa emotiva entre pretensiones de audacia y certezas conservadoras.