Cuando hace unos años se estrenó la espantosa Un novio para mi mujer, muchísima gente y buena parte de la crítica creían que habían descubierto la quintaesencia de la comedia romántica argentina. Incluso había usuarios de escasa vida propia adoradores del personaje de la Tana Ferro pululando por el ciberespacio. Es verdad que la actuación de Bertuccelli descollaba en varios momentos; de hecho, toda la película descansaba sobre sus hombros. Pero Un novio para mi mujer tenía (tiene) un problema gravísimo: el guión se caía a pedazos, se desentendía de la historia y se cagaba en sus personajes. Así, a uno delineado como el de la Tana Ferro le hacía leer a Bucay, escuchar a Christian Castro, o considerar que se podía enamorar de un en extremo grasiento Puma Goity. Quizá fue la necesidad de meter a presión el peor costumbrismo polkiano; quizá no les importó, quizá no se dieron cuenta al trabajar con una materia desconocida; sea cual fuere la razón, el resultado fue una película horrible.
En De amor y otras adicciones pasa algo parecido. La película es un constante desvío. Un constante salto de casillero en una rayuela temática; la falta de cohesión es innecesaria para lo que se termina contando, y en el proceso se cuelan errores que lesionan la composición de una historia creíble. El relato comienza con una leyenda que nos ubica en el tiempo: “1996”, pero la gente va vestida como en el 2010. Jamie Randall, un joven empedernidamente seductor comienza a trabajar en la compañía farmacéutica Pfizer como visitador médico, previo a esto, en la primera escena de la película se nos mostró un debate familiar bastante conservador y hasta un poquito misógino (vean a la madre sino) sobre la ética médica. En ese momento parece que el film tiene una marcada toma de posición política al respecto, sobre todo si consideramos que el plano inmediatamente posterior es la de un entrenamiento ridículo por parte de la empresa. Los primeros minutos de la película van por ese lado: retratan la puja constante para lograr imponer un producto en detrimento del otro y se intercalan las conquistas sexuales de Jamie; esa primera instancia es ágil y fluida, entran en cuadro dos personajes secundarios como Platt y Azaria y se disfruta, no está mal, hasta…
Hasta que arriba el personaje de Anne Hathaway (Maggie), y no me malinterpreten: es un placer para los ojos verla y más aún su seno izquierdo (en una de las escenas más gratuitas de los últimos años), pero con su aparición la película bifurca hacia la comedia romántica un poco a los ponchazos. Maggie tiene veintiséis años y Parkinson, y un humor ligeramente negro y ácido para sobrellevarlo. El guión, por sádico o por descuidado –o por las dos cosas–, le da a Maggie dos oficios: fotógrafa y camarera, claramente dos actividades facilísimas de llevar a cabo si uno padece de esa enfermedad. Se conocen, se encaman, el chico está más bueno que comer pollo con la mano, ella ni les cuento, lo que les dije: comedia romántica + tono trágico porque está el bendito Parkinson en el medio –por las dudas te lo repiten varias veces no vaya a ser cosa que te olvides–. Ahora la película es igual a Sweet November (¿se acuerdan?, 2001, Keanu Reeves, Charlize Theron, ella enferma se niega a amarlo por más de un mes, pero vieron cómo son las cosas). Y seguimos saltando en la rayuela. En el casillero de al lado, camino al infierno, anda dando vueltas el hermano de Jamie, un personaje incomprensible, y además aparece el Viagra, vayan sumando.
¿Fueron memorizando las subtramas, no? No me hagan repetirlas. A De amor… no le basta con contar la historia de dos jóvenes que se enamoran y ese largo etcétera, a pesar de la adversidad, o justamente por eso. En lugar de mostrar, de narrar simplemente la vida de estos dos personajes, necesita aleccionar groseramente: en un viaje de negocios, Viagra de por medio, ella va a una convención que habla sobre su enfermedad, para mostrarnos –la película también se lo muestra a ella, parece que no lo sabía– que se puede vivir con Parkinson. Se suceden los chistes y los primeros planos de dudoso gusto, para inmediatamente darnos el testimonio de un familiar que no está tan seguro de que eso sea vida. El montaje crea sentido y la idea que se desprende es contradictoria y chocante dentro del universo que plantea la película. Casi como si se hubiesen dado cuenta, corrigen en el aire, y en menos de diez minutos, escenas vergonzosas (el discursito del hermano después de tener sexo casual) y chistes obvios sobre erecciones, la película tiene un acomodado final feliz. En el medio quedaron personajes colgados, numerosas puntas abiertas sin sentido, moralejas que desafían la inteligencia de cualquiera, y hasta un uso de Internet más propio de este siglo. Mil relatos, ningún relato. Un guión cocoliche. Una película cachengue.