Amor de laboratorio
Como todo imperio, Hollywood debe acapararlo todo, y cada día más y más rápido. Por eso ya no se complace con hacer películas de género. Ahora necesita agarrar una coctelera para mezclar tres, cuatro, cinco subgéneros, de modo que la abuelita, su nieto, el hombre maduro, el ama de casa y la mujer emprendedora entren al cine como si la sala fuera una lata de sardinas, y con una sardina de cada océano. La capacidad abarcadora de estas películas es el punto más valorado por la crítica de los noticieros televisivos. Cuando a esos comentaristas les toca hablar de una película animada que pertenece a este grupo, el elogio más repetido es que se trata de un estreno “para grandes y chicos”: lo que se dice matar muchos pájaros de un tiro.
El amor y otras adicciones pertenece a esta camada que desde hace unos años invade la cartelera. En este caso la historia de un visitador médico aficionado al sexo casual, que se hace rico vendiendo Viagra y se enamora de una chica enferma de Parkinson, le sirve a la narración para apuntar a cinco o seis blancos cosa de acertar sólo en el de la taquilla. Y al final todo termina pareciendo una excusa. El trabajo del protagonista es una excusa de los tiempos de Obama para hacer un comentario social sobre el sistema de salud de los Estados Unidos, o para ver en un consultorio un primer plano de la teta izquierda de Anne Hathaway. El sexo casual es otra excusa para seguir viendo chicas desnudas, o para dejar en claro que la pretensión de sexo sin amor conduce al sexo con amor. Y el Parkinson es el drama. Pero el drama de las películas sobre enfermedades que Julia Roberts y Richard Gere supieron explotar en los 90, donde toda la tragedia pasaba por esos romances terminales, acá se corta de golpe para hacer un chiste burdo sobre erecciones o masturbaciones.
Eso me hace acordar que otro comentario propio de la crítica televisiva es el que mide las facultades de un actor por su capacidad de hacer reír y llorar a la vez. Lo habrán escuchado –y lo volverán a escuchar– cuando se conmemora un nuevo año del fallecimiento de Luis Sandrini. Y claro que el público puede reír y llorar, y hasta prestar atención a un mensaje político en una misma película. Todo depende de la forma, todo depende de los tiempos que se tomen para cada cosa y la manera en que se vayan hilando los distintos elementos. Aunque la opera prima de Edward Zwick fue una comedia, allá por 1986, el trabajo frecuente con dramas épicos (al estilo Leyendas de pasión o El último samurai) parece transformar a El amor y otras adicciones en un lugar desconocido para el director, donde se nota la dificultad que tiene con el ritmo que le imprime el género. Los chistes, los gags o las situaciones dramáticas interrumpen para ofrecer un nuevo clima sin demasiada sutileza, apagan la risa y borran cualquier posibilidad de emocionarse con el ¿amor? de la pareja.
Se hace difícil sacarle los signos de interrogación a la palabra “amor”. Como un rasgo de la sociedad moderna que pretende mostrar la película, a los protagonistas se los ve todo el tiempo más preocupados por sus propios asuntos que por los del otro: a Maggie no le interesa demasiado una relación seria hasta que descubre, en una convención de enfermos de Parkinson, que se puede tener esa enfermedad y llevar una vida; cuando Jamie se entera que estar envuelto en una relación seria puede implicar tener que cambiarle los pañales algún día, cortan y tiene sexo con un par de chicas sin demasiados problemas. Así el vínculo naufraga en la inconsistencia y la historia de amor se vuelve un tanto grotesca. Pero a quién le interesa todo esto si la sala estaba llena. Había algunas abuelitas, hombres maduros, amas de casa, mujeres independientes y chicos con ganas de ver a Hathaway sin ropa. Sólo faltaban los menores de 16 años: todo no se puede.