La vitalidad de un cuento cordobés
Una comedia romántica atravesada por los tópicos del thriller que, por sobre esas características genéricas, se alza como un estudio costumbrista salpicado de apuntes sociológicos. Un viaje al fondo de la noche como en Después de hora (Martin Scorsese) –o Felicidades (Lucho Bender)– pero con cierta marginalidad barrial a flor de piel, personajes que parecen salidos de Pizza, birra, faso (Caetano/Stagnaro), ataques de furia machista como en Rey muerto (Lucrecia Martel), algunos diálogos tarantinescos y encontronazos indicadores de diferencias socio-culturales que traen a la memoria a El hombre de al lado (Cohn/Duprat). Todo esto es De caravana, que, aún con esas y otras influencias a la vista, se muestra simple, espontánea, disfrutable, nunca impostada.
Su espíritu jovial y su narrativa clásica, buscando ganarse al espectador, van acompañadas de una gran capacidad de observación de la realidad cotidiana de la zona: dirigida por el sanjuanino Rosendo Ruiz (1967) en Córdoba, la película escudriña liviana pero afectuosamente en el interior profundo de esta provincia. No en un sentido estrictamente geográfico, sino porque logra que, entre los enredos de su trama, afloren la vitalidad de los cuentos, la música de los cuartetos, la simpatía y la apertura para el afecto, tanto como cierta vulgaridad, algunas formas de violencia y barreras sociales que anidan desde hace mucho en algunos sectores de nuestro país (de las que recientemente dio cuenta otra producción cordobesa, la excelente Criada, de Matías Herrera). Esto último queda demostrado sin altisonancias, con expresiones como la de Sara (Yohana Pereyra) al oír que el joven que le interesa nunca hubiera asistido al recital de La Mona Jiménez sin requerimientos profesionales de por medio.
No sería oportuno pormenorizar el argumento del film, ya que gran parte de su atractivo proviene, precisamente, de la manera en que sorprende a cada momento: nunca se sabe bien quién de los personajes puede tomar las riendas para salirse con la suya. Sin dudas, lo mejor de De caravana es su guión, desarrollado con precisión, consiguiendo que el interés del espectador crezca sostenido más allá de algunas simplezas (las referencias a la “normalidad”, la metáfora del frasco, una relación sentimental que prospera sin demasiada justificación).
Haciendo creíble esa sucesión de incidentes, se luce un conjunto de desconocidos actores, del que sobresale, comunicativo, Rodrigo Savina (Adrián-Maxtor, un sinvergüenza que termina congraciándose con el protagonista), aunque también es muy graciosa la Penélope de Martín Rena y verosímil el temible Laucha de Gustavo Almada. La manera en que éste le hace ver a su contrincante la imposibilidad de que la relación con Sara fructifique, más que una ocurrencia, parece el furibundo llamado al sentido común de alguien que sufre por su condición social. Por otra parte, los actores –casi todos muy jóvenes, ya que casi no hay padres ni abuelos en la historia– no parecen salidos de un aviso publicitario sino de la vuelta de la esquina.
Sin el lustre formal de, por ejemplo, El descanso (2001, Rosell/Moreno/Tambornino, por nombrar otra película argentina con aires de comedia rodada en la provincia de Córdoba), De caravana ha sido dirigida tomando decisiones sensatas, funcionales. Lo confirman declaraciones de Ruiz en el último número de la revista Haciendo Cine, cuando comenta que el director de fotografía le pedía planos más breves para darle ritmo a la película “pero yo esperaba que el ritmo no lo imprimieran los planos o el montaje, sino la historia”.