Película-cuartetazo
Que se celebre lo popular no quiere decir que se abrace el espontaneísmo o el falso naturalismo: esta película dionisíaca ha sido elaborada con rigor apolíneo.
Una comedia a la Tarantino. Una cartografía de la ciudad de Córdoba. Un ejercicio de antropología urbana. Una taxonomía de modalidades del habla. Un registro de la división de clases en Argentina, aquí y ahora. Una película-cuartetazo: celebratoria y feliz, pero montada con el cuidado de un show de La Mona Jiménez. Todo eso es De caravana, perla de la edición 2010 del Festival de Mar del Plata, ganadora del Premio del Público en ese festival y de varios otros en eventos posteriores. A un año de haber electrificado la sala del Auditorium marplatense y tras ocho semanas en cartel en la ciudad de Córdoba –donde llevó 20.000 espectadores, cifra por la cual nueve de cada diez realizadores argentinos pactarían con Belcebú–, aquí está la cabeza de flota del fenómeno que algunos profetizan o imaginan: el del nuevo cine cordobés. Cine cordobés dirigido, en este caso, por un sanjuanino. Tras fundar una compañía teatral, Rosendo Ruiz debuta en el largo (tiene un mediometraje previo, de título irresistible: Una manga de negros) con la más coherente fusión entre cine de culto y cine popular que el cine argentino haya dado en bastante tiempo.
Típica historia de “cruce de frontera”, Juan Cruz, fotógrafo publicitario (Francisco Colja), conoce en un boliche a una chica llamada Sara (Yohana Pereyra). El tiene que sacarle fotos a La Mona Jiménez, para la tapa de su nuevo álbum. Ella anda con un tipo, El Laucha (Gustavo Almada), que quiere... secuestrar a La Mona. Juan Cruz se engancha con Sara y queda más enganchado cuando, por una confusión, se lleva unas fotos que comprometen a un tal Maxtor (Rodrigo Savina), más pesado que El Laucha. A partir de ese momento, Juan Cruz deberá transar para Maxtor: una de esas ofertas que no es fácil rechazar.
Hay algo de pacto fáustico en ese “enganche” de Juan Cruz, y el ambiente de noche, fiesta y boliche ayuda. Tanto El Laucha como Maxtor son, en tal caso, demonios menores, falibles, algo patéticos de a ratos. Sin embargo, meten miedo. Signo del cuidado con el que han sido construidos, ninguno de ambos responde en lo más mínimo al cliché del heavy. Huesudos, desgarbados, de apariencia frágil, cualquiera de ellos es capaz de moler a patadas a Juan Cruz. Cosa que sucede. Pero tanto El Laucha como Maxtor son capaces de entregarse, también, a las disquisiciones más tarantinianas. Sobre todo Maxtor, con su obsesiva asociación entre la gente y las pulgas amaestradas. Cosa curiosa, El Laucha parece menos temible y sin embargo su dialéctica es más densa. Es tan pesado el momento en que le aprieta la cara a Sara (la cámara aprieta tanto el plano como los minishorts las caderas de la chica) como el gran speech del final, cuando defiende el choreo como profesión y necesidad.
“¿Vos qué te pensás, que es un hobby ser malandra?”, le dice El Laucha a Juan Cruz, los ojos saliéndosele de las órbitas, el gran angular haciéndolos salirse más. En ese momento uno siente que el chorro no sólo es más fuerte que el fotógrafo, sino superior moralmente. Es un momento altamente revulsivo, ya que desde el inicio el espectador se ha visto forzado a identificarse con Juan Cruz, su representante en la ficción. Sin perder condición empática, Juan Cruz ya había dado sobrados signos de clase, de prejuicio, de soberbia. Hasta el punto del desprecio y la traición: De caravana pone en problemas al espectador de clase media para arriba. Claro que la problematización es a dos puntas. De caravana no idealiza a sus malandras, no se permite demagogias y hasta termina mostrando, en los hechos, aquello que vuelve inabordable el problema delictivo argentino: la asociación y mimetización entre chorros y canas.
Parecido rechazo por toda forma de facilismo se verifica en cada decisión estética. Que se celebre lo popular no quiere decir que se abrace el espontaneísmo, la improvisación a lo pavote, el falso naturalismo: esta película dionisíaca ha sido elaborada con rigor apolíneo. Algo verificable en términos de guión, de construcción de personajes, de imagen (la dirección de fotografía y color de Pablo González Galetto es una de las más brillantes en mucho tiempo), de encuadre, de diálogos (culeaos y gilazos a rolete, pero nadie exagera el cantito cordobés) y, sobre todo tal vez, de actuaciones.