En mis últimos días en Mar del Plata escuché a alguien quejándose de que varias películas programadas en el festival, entre ellas De caravana, centraran sus historias en conflictos de clase. No vi las otras películas acusadas de esto, pero luego de ver la autodenominada “película cordobesa” creo que esa mirada peca de obtusa. La “cuestión de clase” está, claro: la historia lleva a un fotógrafo “re cheto” a relacionarse con una chica de la villa, y a partir de esa relación, a internarse en su mundo y en los vericuetos de cierta delincuencia menor, pero de ninguna manera es el centro de la película. O mejor dicho, lo es en el principio, la parte más floja de De caravana.
Juan Cruz, decíamos, va por primera vez a un baile de la Mona Jiménez a sacar unas fotos para un trabajo; allí conoce a Sara, una morocha impactante que tiene asuntos turbios con un delincuente simpático (Maxtor), asuntos amorosos con un delincuente antipático (El Laucha) y asuntos amistosos con una travesti que más adelante se roba la película (Penélope). La primera parte se esfuerza tanto por mostrar la diferencia social entre ellos que cae en el estereotipo. El departamento de Juan Cruz es un compendio de clichés: decoración minimalista en rojo y blanco, una Mac en el escritorio, una pulcritud inhabitable o inhabitada. A su vez, la representación del mundo de Sara se nos hace más verosímil, pero también más ajena: tanta cordobesidad al palo nos deja afuera a varios.
A medida que “el fotografito” (así lo llama Maxtor) se va fascinando con Sara y su forma de vida, la película logra, mediante una trama policial, por medio de un timing increíble para la comedia y varios gags que rompen el estereotipo (Penélope y Maxtor discutiendo sobre arte y esnobismo, impecable), hacernos olvidar el mentado conflicto y contagiarnos la fascinación por sus personajes, por el acento cordobés, por Córdoba, por la Mona.
También leí por ahí que Juan Cruz “se enamora” de Sara; no digo que no, pero hay que decir que primero se calienta con ella. Y hago la salvedad porque me parece fundamental para explicar por qué este chico con un modo de vida y un grupo de pertenencia completamente distintos a los de Sara y sus amigos, de la noche a la mañana acepta convertirse en dealer, se involucra en quilombos ajenos y se banca unas cuantas golpizas. La fascinación antes mencionada empieza por lo físico, y acá es donde la película nos convence; hace mucho que no veía una calentura tan real, una química tan bien actuada.
A partir de ahí todo es delirio, y nosotros deliramos con ellos; con las teorías filosóficas de Maxtor, con el cuarteto, con el humor a contrapelo de Penélope, con el despecho graciosísimo del Laucha (más preocupado por el tatuaje gigante con el nombre SARA en su brazo que por la pérdida real de su dama). Para cuando la intriga policial se resuelve, preguntarse por la pertinencia del supuesto conflicto social termina siendo tan absurdo como buscar respuesta al grito de guerra de la Mona: “¿Quieeeeén se ha tomado todo el vino?”