Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
Publicada en la edición digital Nº 5 de la revista.
Publicada en la edición digital #3 de la revista.
Publicada en la edición digital #3 de la revista.
No estaba para nada familiarizada con la vida de Violeta Parra antes de ver Violeta se fue a los cielos. Conocía, por supuesto, algunas de sus canciones más famosas, esas que pertenecen a lo que se suele llamar el “cancionero popular latinoamericano” y que, prácticamente, forman parte del ADN de cualquiera que haya nacido por estos lares, es decir, al sur del sur. Esas mismas canciones, y muchas otras de la chilena, cobran vida en la película de Andrés Wood (Machuca, La buena vida) basada en el libro homónimo de Ángel Parra, en parte gracias a la extraordinaria interpretación de la actriz Francisca Gavilán. Pero no solamente porque vuelva a cantarlas una nueva voz, porque sean reinterpretadas; cobran una nueva vida –cinematográfica–, adquieren carnadura y espesor en la voz y el cuerpo de esta mujer que puede ser al mismo tiempo la más frágil y la más implacable, la mansita o la furiosa, la madre, la amante, la hija y la cantora. Intuyo que así de inmensa y contradictoria debió ser Violeta, la Violeta. Es difícil de explicar, pero al no haber visto nunca un registro audiovisual del personaje que interpreta, no puedo juzgar la actuación de Gavilán por su habilidad imitativa, por su perfección al reproducir los gestos y actitudes de la Violeta real; sólo puedo decir que para mí, como espectadora, es la más perfecta posible, no existe otra Violeta; siempre tendrá los ojos, la mirada, los gestos y la voz de Gavilán. La película se distancia notablemente del biopic clásico y ése es su mayor acierto; elige una forma nueva para contar la historia de una mujer única, al mismo tiempo que evita la glorificación celebratoria habitual en ese tipo de películas. La indefinición temporal (la narración oscila continuamente entre la infancia, la adolescencia y diferentes momentos de la adultez de Parra, sin carteles ni ningún otro indicador) no molesta, sino que, por el contrario, ayuda al espectador a adentrarse en la historia, a ceder ante la belleza de las imágenes, a dejar que las canciones se le peguen “como el musguito en la piedra”. Ya lo dice Violeta misma en una entrevista para la televisión: “La creación es un pájaro sin plan de vuelo, que jamás volará en línea recta”. Wood parece haber adoptado esas palabras como lema. Fragmentos de esa entrevista funcionan apenas como una guía que estructura el relato, lo mínimo necesario. Ahí, además, se concentran sus declaraciones polémicas, su ingenio, su humor desafiante. En el resto, están sobre todo los ojos, las miradas que una y otra vez narran lo que está pasando. Con un plano cercano, Wood nos cuenta su irreverencia (genial el “sordo de mierda” con que ametralla al embajador), su amor (pero también su calentura) por el suizo Gilbert, la indiferencia que apenas enmascara el sufrimiento ante la muerte de su hijo aún bebé, el dolor, las angustias, las frustraciones de una vida jugada al extremo. “Gavilán me sacó las entrañas” se escucha en otra canción, y en una escena intensísima de la película, un gavilán mata y devora a una gallina; Francisca Gavilán le ha sacado las entrañas a Violeta Parra, pero no para devorarlas, sino para hacer suyas esas miradas y contarle ese dolor al mundo.
En mis últimos días en Mar del Plata escuché a alguien quejándose de que varias películas programadas en el festival, entre ellas De caravana, centraran sus historias en conflictos de clase. No vi las otras películas acusadas de esto, pero luego de ver la autodenominada “película cordobesa” creo que esa mirada peca de obtusa. La “cuestión de clase” está, claro: la historia lleva a un fotógrafo “re cheto” a relacionarse con una chica de la villa, y a partir de esa relación, a internarse en su mundo y en los vericuetos de cierta delincuencia menor, pero de ninguna manera es el centro de la película. O mejor dicho, lo es en el principio, la parte más floja de De caravana. Juan Cruz, decíamos, va por primera vez a un baile de la Mona Jiménez a sacar unas fotos para un trabajo; allí conoce a Sara, una morocha impactante que tiene asuntos turbios con un delincuente simpático (Maxtor), asuntos amorosos con un delincuente antipático (El Laucha) y asuntos amistosos con una travesti que más adelante se roba la película (Penélope). La primera parte se esfuerza tanto por mostrar la diferencia social entre ellos que cae en el estereotipo. El departamento de Juan Cruz es un compendio de clichés: decoración minimalista en rojo y blanco, una Mac en el escritorio, una pulcritud inhabitable o inhabitada. A su vez, la representación del mundo de Sara se nos hace más verosímil, pero también más ajena: tanta cordobesidad al palo nos deja afuera a varios. A medida que “el fotografito” (así lo llama Maxtor) se va fascinando con Sara y su forma de vida, la película logra, mediante una trama policial, por medio de un timing increíble para la comedia y varios gags que rompen el estereotipo (Penélope y Maxtor discutiendo sobre arte y esnobismo, impecable), hacernos olvidar el mentado conflicto y contagiarnos la fascinación por sus personajes, por el acento cordobés, por Córdoba, por la Mona. También leí por ahí que Juan Cruz “se enamora” de Sara; no digo que no, pero hay que decir que primero se calienta con ella. Y hago la salvedad porque me parece fundamental para explicar por qué este chico con un modo de vida y un grupo de pertenencia completamente distintos a los de Sara y sus amigos, de la noche a la mañana acepta convertirse en dealer, se involucra en quilombos ajenos y se banca unas cuantas golpizas. La fascinación antes mencionada empieza por lo físico, y acá es donde la película nos convence; hace mucho que no veía una calentura tan real, una química tan bien actuada. A partir de ahí todo es delirio, y nosotros deliramos con ellos; con las teorías filosóficas de Maxtor, con el cuarteto, con el humor a contrapelo de Penélope, con el despecho graciosísimo del Laucha (más preocupado por el tatuaje gigante con el nombre SARA en su brazo que por la pérdida real de su dama). Para cuando la intriga policial se resuelve, preguntarse por la pertinencia del supuesto conflicto social termina siendo tan absurdo como buscar respuesta al grito de guerra de la Mona: “¿Quieeeeén se ha tomado todo el vino?”
Barras bravas Es curioso que una película donde se mencionan varias veces los códigos y valores, y que recibió numerosas críticas que la elogian, en parte, por tener esos mismos códigos y valores como núcleo central de su trama, tenga como protagonista a un hombre que perdona a un amigo por haber matado a su sobrino, incluso luego de haberle contado que mantener a ese chico sano y salvo fue una promesa hecha a su madre muerta. Molesta, y mucho, la gran incoherencia que padecen los personajes de Vikingo. Y no se trata de matices o contradicciones enriquecedoras; acá no hay medias tintas posibles. En el universo motoquero, viril y suburbano que plantea su ficción (pero que se intuye tiene mucho de documental) todo es urgente y vital, y si hay que pegarle a un hijo o a una mujer, matar a alguien, coger con quien sea, nadie tiene tiempo para la reflexión o la duda. En esas condiciones, uno puede llenarse la boca hablando de códigos, pero en la escena siguiente hacer todo lo contrario. El Vikingo pontifica sobre el respeto a la mujer, pero engaña a la suya y la mantiene en condiciones de semisumisión; cuida a su sobrino porque se lo prometió a su madre, pero golpea a sus propios hijos. Aguirre hizo y hace demasiadas cosas como para describirlas sin develar demasiados detalles, pero al menos obtiene una módica redención al sacrificarse. En todo caso, hay un solo código de conducta: el de la amistad entre motociclistas, que está por encima de la vida, de la familia, de la mujer, del amor. Y además, es un código bastante laxo y extraño, ya que Aguirre es perdonado en virtud de él, a pesar de haberlo roto. Es cierto que la mayor potencia de Vikingo radica en sus escenas colectivas. Son los pocos momentos donde sí aflora una hermandad, una alegría por la alegría misma, por el sólo hecho de compartir (un asado, una cerveza, un encuentro sexual, el baile, la pasión por las motos). Pero se sospecha que esa sensación proviene del registro documental de momentos genuinos (sobre todo en los encuentros de los motociclistas). En una entrevista, Campusano confirma la sospecha al comentar que la escena de la fiesta que deriva en orgía fue sugerida por uno de sus protagonistas, y que la aceptó al saber que esa fiesta era algo que el susodicho y sus amigos hacían todos los sábados normalmente. Esta autenticidad, derivada del buen aprovechamiento de no actores y de situaciones reales, no se contagia a otras escenas. Muchos diálogos no se sostienen, suenan forzados. Quizás es en Aguirre donde ese dialecto marginal se convierte en un hablar más verosímil. Algo parecido pasa con la puesta en escena, que hay que reconocer, tiene una intensidad extraña y poderosa en las escenas colectivas ya mencionadas, y en la mostración de toda la iconografía de las motos y los motociclistas. Iconografía que emparenta a Vikingo con el western mucho más que la historia del outsider y su módica épica marginal: esos planos que recorren botas, fierros, cascos, tatuajes, camperas de cuero y por supuesto, motos, tienen toda la nobleza de la que carecen los personajes.
Si Disney estuviera vivo Vi L’illusionniste en el Festival de Mar del Plata, un mediodía a sala llena, con un grupo de personas de las más diversas edades, lugares de origen, intereses y gustos. Absolutamente todos salimos del cine emocionados y felices. Media hora más tarde estábamos discutiendo a gritos por cuestiones laborales que no vienen al caso, pero hubo un momento mágico (si se me permite la obviedad hablando de una película que gira en torno a un mago) que será imborrable en nuestro recuerdo del festival. En ese mismo momento, una señora mayor todavía con lágrimas en los ojos exclamó “¡Ay, si Disney estuviera vivo!”. No se equivocaba en la referencia; L’illusionniste tiene una capacidad de emoción universal y de apelar a todos los espectadores en distintos niveles, un humor tierno e inocente, y una fluidez narrativa que recuerdan a las mejores películas de aquél. Claro que esos mismos méritos provienen del guión de Jacques Tati; la película de Sylvain Chomet toma lo mejor de ambos y el resultado tiene una potencia imbatible. Originalmente pensada para ser protagonizada por el mismo Tati y su hija, la historia no podría haber caído en mejores manos. Chomet le imprime la melancolía dulce que ya había explorado en Les Triplettes de Belleville y la lleva un poco más allá. Varios elementos se lo permiten: la representación de un mundo que se acaba (el del espectáculo de variedades o music hall); la historia particular de un ilusionista casi desempleado, que recorre teatritos en la Escocia de los años 50 buscando un público que todavía preste atención a sus inocentes trucos; la relación casi paternal de éste con Alice, una chica que abandona su pueblito para acompañarlo en su gira de frustraciones; la utilización –excelente– de la técnica de animación tradicional, la casi completa ausencia de diálogos. Varios gags son recurrentes (el conejo que se escapa de la galera, la colocación del afiche del mago en cada teatro), pero a lo largo de la gira y a través de la inclusión de diferentes personajes (el ventrílocuo, el payaso) más derrotados aún que el ilusionista, el humor se va haciendo más amargo. O tal vez sólo se vaya develando lo que ya estaba ahí, debajo de la superficie de ternura; los magos no existen, los payasos se suicidan, los muñecos de ventrílocuo se venden como baratijas, las bandas de rock gritón tienen más éxito que cualquiera de ellos. Las luces de la ciudad se van apagando y por último se apagan las del cartel que reza “Music Hall” en la puerta de un teatro; y nos dejan ahí, lagrimeando en la oscuridad de una sala con una o dos jubiladas al lado. Afuera, Mar del Plata se esfuerza por mantener alto el honor de Ciudad Feliz, y el esplendor que su Festival supo tener; nosotros sabemos que algo se perdió, y es irrecuperable.