Próxima a estrenarse en el Cine Gaumont (Rivadavia 1635 – C.A.B.A.) y producida por MarGen Cine -compañía independiente orientada a los nuevos soportes audiovisuales-, “De Despojos y Costillas” es el último largometraje de Ernesto Aguilar. A exactas tres décadas de debutar con el cortometraje “Eficiencia” (1988), el realizador bonaerense cuenta en su palmarés profesional con una docena de proyectos filmados, guionados o producidos.
Florencia Carreras (Alejandra), Florencia Repetto (Daniela) y Yanina Romanin (Laura) encabezan el elenco dando vida a las protagonistas femeninas absolutas de la historia: tres hermanas en pleno duelo por la muerte de su madre que regresan a su casa de infancia para ordenar la herencia de su madre. El reencontrarse en ese ámbito familiar, aflorarán diversos traumas y olvidos que devendrán en un replanteo del vínculo fraternal sacando a la luz lejanos recuerdos.
La visita a la antigua casa, como el acto formal para poner en orden los asuntos familiares luego de la pérdida de la madre, se revela un viaje hacia la nostalgia y los recuerdos de niñez/adolescencia. Cada cual de ellas ha crecido individualmente y hecho su camino en la vida; y allí pareciera que el despojo hace referencia al desapego que las une en este presente de pesar.
Aguilar, encargado del montaje y la banda sonora del film, concibe una historia en donde prima la relación entre los personajes y las desavenencias que van surgiendo entre los vínculos, pero cuyo derrotero está relatado –e interpretado- con una gran cuota de desinterés, falta de emoción y apatía. Los diálogos cotidianos fuerzan dar pistas acerca de cuanto se conocen realmente sus hermanas entre sí, apostando por el eterno lugar común de las cuentas pendientes de años pasados que guardan su injerencia en el presente.
Rubros técnicos encabezados por la fotografía -a cargo de Leandro Díaz del Campo- acompañan con muy poca inventiva y estilismo a una forma narrativa que, de por sí, carece de profundidad y entusiasmo. Prefiriendo retratar los momentos intimistas y propios de la convivencia, la intención se vuelve su mayor lastre. Falto de carisma a la hora de dotar de identidad a su película, Aguilar concibe un producto cinematográficamente pobre y austero, en donde sus 70 minutos de metraje parecen –inclusive- excesivos.
El rol del antiguo caserón de campo en el desarrollo de la historia hace un aporte nimio, al convertirse en ese misterioso soporte que funciona como eje del reencuentro, no obstante es de exiguo sustentolo que allí sucede y el matiz simbólico que busca otorgársele aciertos acontecimientos. La comprensión mutua a medida que el vínculo se reconforta y lo psicológico de los recuerdos que intentan saldar las culpas del pasado puede alcanzar cotas peligrosamente risibles.