La virtud y la costumbre.
De dioses y hombres indaga el conflicto moral, político y religioso de una comunidad desgarrada por la duda y aliviada por la fe. Xavier Beauvois adapta el libro que Etienne Comar escribió a partir de la misteriosa muerte de un grupo de monjes franceses en Argelia. La película se interroga sobre los motivos que impulsaron a estos hombres a comprometerse en una tierra tan remota haciendo frente a la adversidad manifiesta. Beauvois se libera de la gravedad del guión y se coloca lo más cerca posible de sus personajes. Las angustias y los dilemas de cada uno superan la perspectiva religiosa. El director se aleja con inteligencia del aspecto más trivial y periodístico del acontecimiento, para explorar su esencia y las cuestiones universales que plantea.
Los silencios en el cine de Beauvois son modelos de puesta en escena, el inquietante último plano de Le petit lieutenant lo demuestra cabalmente. Una puesta en escena despojada que, en este caso, se detiene en los numerosos rituales religiosos de los monjes, pero también en las tareas que realizan en favor de los habitantes de la región como médicos, agricultores, escribanos públicos o simples confidentes. El director pinta a la comunidad con planos amplios y simples, atentos a los lugares, a los paisajes y a las luces, con pocos diálogos e hincapié en los hechos y en los gestos. Beauvois regula su cine con el diapasón purificado y paciente de la ética monacal, sobre el tempo de Renoir o Ford. La película se estructura con las plegarias, los cantos al unísono y las reuniones en las cuales se toman las decisiones que comprometen la vida de la comunidad. Los planos hablan por sí mismos, cada detalle enriquece el relato sin que haya necesidad de comentario. Esta economía narrativa permite que tengan su espacio siete personajes principales, sin contar a los campesinos y a los terroristas.
La película cambia ligeramente de registro con la aparición de un grupo islámico que siembra el terror en la población. El tiempo apacible es perturbado por los conflictos del mundo, por sus fracturas políticas, ideológicas y religiosas. De a poco se instala la amenaza, la tensión y el suspenso. El recogimiento deja lugar a un interrogante que sobrepasa la creencia religiosa de los monjes. El dilema se establece entre permanecer fieles a la misión con riesgo de perder la vida o buscar refugio en otra parte y evitar un sacrificio inútil. Los debates sacuden a la pequeña comunidad monástica; la película presenta todas las opiniones y avanza con un doble registro entre la incertidumbre metafísica y el suspenso genérico. El director afronta los interrogantes sobre las derivas colonialistas, aunque no se pierde en justificaciones. El equilibrio es frágil pero se sostiene de manera impecable: devorados por el miedo y por la duda, los monjes muestran un rostro terriblemente humano. La cuestión política se trasluce en sus elecciones, en sus formas de vida y en sus acciones. La cámara barre todos los discursos, a veces con ironía, como cuando un joven terrorista herido de bala se convierte, tendido sobre la mesa del monje-médico, en un Cristo descendido de su cruz al cual el religioso prodiga cuidado y atención.
De dioses y hombres posee momentos cinematográficos sublimes: la disolución visual de los monjes entre la nieve, la sutil polifonía que genera el montaje entre el estruendo de un helicóptero y la serenidad de los cánticos religiosos y, sobre todo, una versión muy humana de La última cena. El director materializa esa elección casi imposible que es el nervio de la película con una maravillosa sucesión de primeros planos acompañados por El lago de los cisnes como fondo sonoro imponente. La galería de rostros va desde el miedo que genera en cada uno la perspectiva de su propia muerte hasta la alegría por la decisión final. A partir de este momento, la película se distiende en diversas direcciones que conducen hacia un final inolvidable.