Heroísmo y entrega al otro
La película, que ganó dos importantes premios en Cannes 2010, reconstruye un sangriento episodio que tuvo lugar en Argelia en 1996. Allí se vieron involucrados los ocho miembros de una orden religiosa francesa, gente de fe que no esperó milagros.
“No tiene elección”, le avisa al desarmado monje el líder fundamentalista, apuntándolo a la cara. “Sí tengo”, contesta el otro con firmeza, insistiendo en expulsar del monasterio al grupo armado. La libertad de elegir en las circunstancias más adversas y el coraje de hacerlo por la opción más riesgosa son temas centrales de De dioses y hombres. La película dirigida por Xavier Beauvois (Pas de Calais, 1967) reconstruye un sangriento episodio que tuvo lugar en Argelia en 1996, involucrando a los miembros de una orden religiosa francesa. Ganadora, entre otros, de dos importantes premios en Cannes 2010 (el Especial del Jurado y el del Jurado Ecuménico) y todo un fenómeno de público en Francia y otros países, De dioses y hombres constituye uno de los mayores sucesos que el cine de calidad haya dado en los últimos años. Que no haya logrado esa resonancia a costa de puros efectismos –como suele ser el caso, últimamente, dentro de ese rubro– es, quizás, el mayor milagro de este film protagonizado por gente de fe que no espera milagros.
De allí justamente la condición de trágicos de estos ochos monjes: saben a lo que se enfrentan y eligen hacerlo, sabiendo lo que arriesgan en esa decisión. Entrega al otro, asunción del sacrificio, heroísmo, en suma: De dioses y hombres ensalza valores en los que la contemporaneidad se ha habituado a descreer. Hasta la primera aparición de los miembros de un grupo armado, quiebre dramático de la película, el film de Xavier Beauvois se concentra en los rituales cotidianos de la orden que dirige el padre Christian (Lambert Wilson, de gran presencia, como siempre), haciendo particular hincapié en su inserción en la comunidad. El monasterio está ubicado en una zona pastoril, al pie de los Montes Atlas, y esa comunidad que aprendieron a amar será, a la hora de las decisiones, motivo principal de que, ante la amenaza, los monjes decidan no huir.
En ese primer tramo, varios miembros de la orden participan de una fiesta comunitaria, plegándose a los rituales locales. Uno de ellos, que es médico (Luc, interpretado por el veterano Michael Lonsdale) atiende a los pobladores en un dispensario y hasta aconseja a una chica (Sabrina Ouazani, recordada por Juegos de amor esquivo) en cuestiones amorosas. Sobre su mesa de lectura, Christian tiene el Corán y lo consulta seguido. En algún momento mantendrá, junto a otros de sus pares, una reunión con vecinos musulmanes, padres de víctimas de la violencia política. Allí, la película de Beauvois comienza a esbozar una idea central: no son las diferentes creencias sino la intolerancia lo que genera odio, incomprensión, espirales de violencia que no saben de inocentes. La irrupción del grupo armado en el monasterio, la masacre de un grupo de civiles croatas están mostradas como si se tratara de nuevos Atilas. Unas escenas más adelante, el jefe del destacamento acusará al padre Christian de complicidad con los terroristas y en algún momento un helicóptero militar artillado sobrevolará el monasterio. Queda claro que los misioneros han quedado entre dos fuegos, igualmente letales.
En ese punto, bastaría trocar monjes franceses por pobladores andinos y guerrilleros islámicos por miembros de Sendero Luminoso, para hallar semejanzas entre De dioses y hombres y La boca del lobo, el excelente film del peruano Francisco Lombardi. Si el trueque fuera entre la Argelia de fines del siglo XX y la China de los años ’30, podría obtenerse en cambio algo parecido a Siete mujeres, de John Ford, con el padre Christian como trasposición de la mártir aventurera de Anne Bancroft. Si este martirologio monástico representa una posible versión norafricana de la teoría de los dos demonios es cuestión que queda abierta a discusión. Tanto como la inocencia y pureza de estos misioneros, o su condición de benefactores extranjeros.
El núcleo dramático de De dioses y hombres (título que, llamativamente, invierte los términos del original, Des hommes et des dieux) parece apuntar, sin embargo, a asuntos más universales. Según su realizador, la película no habla de otra cosa que de la prolongada ausencia que en el mundo de los hombres registran la libertad, la igualdad y la fraternidad. Trilogía que no sería, así, un punto de llegada, sino una utopía a alcanzar, en todas las épocas. Más acá (o más abajo) de esas abstracciones, el temor, las dudas, las contradicciones entre los ideales y el instinto de sobrevivencia de estos hermanos cistercienses no difieren demasiado de los de cualquier semejante, en circunstancias parecidas. Por eso mismo el título original pone la falibilidad humana por delante del ideal divino, y no a la inversa.