Una historia emocionante que trasciende lo religioso
Esta película realmente está muy bien hecha. Tiene, sobre todo, un ejemplar manejo de los tiempos, de la luz, de los rostros, muy bien elegidos, intensamente expresivos, de los tonos, y de los diálogos, que son bastante breves, sencillos y precisos. Incluso ubica muy bien unos cánticos de Didier Rimaud, el de «Cuando él dice a sus amigos». Pero películas muy bien hechas hay en cantidad. Esta, además, es excepcional. Porque, ¿de qué otra forma se explica que un jurado enteramente laico, bien representativo de una cultura postcristiana, le haya otorgado el Grand Prix de Cannes, y el público se haya volcado a verla, y la vea con el corazón estremecido, tratándose de una película religiosa que encima «termina mal», según los criterios habituales del espectáculo cinematográfico?
Porque es cierto: se la ve como una película religiosa. Pero también como algo más amplio: una historia de gente consecuente consigo misma y con sus creencias más ejemplares de amor y comprensión entre los hombres, por encima de sus propias vidas, y de la intolerancia ajena. Y «termina mal», claro que sí. Pero por eso mismo alcanza a darnos una idea de algo que está por encima de todo, idea que el cine contemporáneo raramente alcanza.
En síntesis, ésta es la emocionante y profunda historia de unos monjes cistercienses (los vulgarmente llamados trapenses) que, en plena guerra civil argelina, eligieron seguir acompañando al pueblo musulmán donde vivían, pese al inminente riesgo de muerte. El hecho ocurrió de veras, en el pequeño monasterio de Notre-Dame del Atlas, junto a un pueblito llamado Tibhirine, 1996. Estos monjes no predican, sólo se dedican a servir al prójimo y, en este caso, dar testimonio de hermandad con los musulmanes. Cuando los fanáticos empezaron a degollar «infieles» se les ofreció mudarse a un lugar más seguro. Y surgió el conflicto: abandonar a los hermanos que los necesitaban, abdicar de su entrega, o caer orgullosamente en el suicidio como mártires de la fe. O flaquear. La película expone sus miedos totalmente humanos, roces, charlas con vecinos y choques con fundamentalistas y con miembros del ejército regular, y también muestra sus reflexiones, sus liturgias cotidianas, la creciente, íntima comprensión con que cada uno vive su propia fe, en un relato de pausado suspenso, de momentos inquietantes alternados con otros de calma inhabitual, todos ellos reveladores, como el inesperado diálogo del abad con el jefe de una facción armada que invade la casa, o la última cena de esos hombres fuera de serie. Hay un misterio en ellos, que provoca respeto. Que obliga al espectador a detenerse para tratar de entender ciertas cosas olvidadas. De ahí lo excepcional.
Autores, Etienne Comar, productor y coguionista, y Xavier Beauvois, director y coguionista («No olvides que vas a morir», «El pequeño teniente»). Intérpretes principales, Lambert Wilson, Michel Lonsdale, el viejo Jacques Herlin, Farid Larbi. Origen del título, el salmo 82, ese que entre otros párrafos dice «Vosotros sois dioses; todos vosotros sois hijos del Altísimo. Sin embargo, como hombres moriréis, y caeréis como cualquiera de los gobernantes. ¡Levántate, oh Dios, juzga la tierra!».