LOS PADRES
La religión es invencible. Más allá del espiritualismo light propagado por Hollywood año tras año, cada tanto el cine vuelve sobre un tema que no le es ajeno: lo religioso. El catolicismo, por otra parte, al menos en Occidente, parece estar en consonancia con el cine. Desde Bazin a Bresson, pasando por Tarkovski y Pialat, la sensibilidad religiosa parece ser connatural o contigua al refinamiento estético. Planos y plegarias, luz natural y luz sobrenatural: el cine comparte con la religión una secreta esperanza por lo inmortal.
Basada en un caso real acontecido en Argelia en 1996 (siete monjes trapenses fueron secuestrados y asesinados en medio de una escalada de violencia política en esta región del norte de África), De dioses y hombres, de Xavier Beauvois (El pequeño soldado), es un ensayo teológico y político admirable y por momentos conmovedor. El film sugiere una razón política y estratégica: la vida de los monjes por la liberación de varios presos políticos. Es un contexto que no será revelado del todo, aunque queda claro que se trata de grupos armados vinculados con el fundamentalismo islámico. Pero Beauvois jamás sataniza al Islam: el abad, interpretado magistralmente por Lambert Wilson, puede citar tanto la Biblia como el Corán; Dios habla muchos idiomas, y un buen religioso no puede dejar de reconocerlo.
De dioses y hombres poco tiene que ver con las encíclicas de Benedicto XVI, la decadencia institucional y los miles de denuncias de pederastia. Es antes que nada una reconstrucción preciosa y precisa de un estilo de vida, una invención singular y perversa de la especie humana, admirable y sospechosa, anacrónica y reparadora: la vida monástica. Estos monjes trapenses que rezan, leen, trabajan la tierra, limpian, cocinan y cantan transfiguran sus acciones cotidianas en una contemplación en acción. Cada gesto, acto o palabra está orientado al creador.
Para Beauvois, los monjes son, primero que todo, hombres. Sin duda son contemplativos, pero también son hombres de acción. Uno de los hermanos, Luc (otra gran interpretación de Michael Lonsdale), es el médico de la abadía, pero el ejercicio de la medicina no se circunscribe a sus compañeros de fe: es el médico de la zona, con quien se atiende la mayor parte de la población. No están allí para convertir y conquistar fieles, aunque el intendente de la ciudad, que está preocupado por la seguridad de los religiosos, no deja de recordarles que la presencia francesa es en última instancia un resabio de colonialismo.
La tensión política crece paulatinamente. La primera irrupción en el monasterio fracasa ante la fuerza del abad y su conocimiento del Islam. Los rebeldes quieren medicamentos, y en alguna ocasión el médico atenderá a un militar herido. No obstante, si de avasallamiento se trata, hay una secuencia que no necesita explicación: un helicóptero sobrevuela la abadía y los monjes perciben el peligro que proviene del cielo. Esto precipitará una batalla sonora entre el sonido de una máquina de guerra y la unión de los monjes entonando cantos gregorianos. Es una tensión dialéctica, resuelta en un montaje paralelo muy pertinente.
Finalmente, vencerá el Mal, pero un poco antes Beauvois habrá de filmar una epifanía, un verdadero acontecimiento en la pantalla. Como si se tratara de una fumata prohibida, Luc prenderá una casetera y se empezarán a escuchar algunos movimientos de “El lago de los cisnes”, de Tchaikovsky. Unos bellísimos primeros planos sobre los rostros de los monjes revelan una especie de orgía suprasensible. Sin duda, escuchar música clásica y beber un buen vino no está prescripto en las reglas de San Benito. Pero Beauvois sugiere que quizás sí esté implícito en el espíritu de las reglas, si esto produce comunión y hermandad, lo que no es sólo una metáfora simpática de la vida monacal. Beauvois captura una extraña versión miniaturizada del cuerpo de Cristo: en ese placer sonoro y sensorial los monjes son verdaderamente uno.
Después vendrá el secuestro y la muerte, lo primero frente a los ojos, lo segundo en elegante fuera de campo. Unos planos generales del bosque nevado y el monasterio, acompañados por una voz en off y una misiva, que ante todo es una defensa irrestricta de la fe, cerrarán el film. Quizás Dios no exista, pero estos hombres fueron en aquel entonces semblantes reales o imaginarios de una posibilidad humana superior. Misteriosamente, De dioses y hombres funciona como destilación de la mirada. Lleno o libre de dioses, el mundo podría ser un lugar bello.